Pablo Pérez se iba a llevar todas las miradas en La Bombonera, a la que volvía luego de su salida hace poco más de un año, después de la dolorosa final en Madrid. Y su partido estuvo a la par de la montaña rusa que suelen ser sus emociones, traicionado una vez por el temperamento que le jugó una nueva mala pasada.
El volante de Independiente había hecho oídos sordos a los silbidos que acompañaban cada contacto suyo con la pelota, después de la indiferencia inicial cuando su equipo salió a la cancha. Poco a poco su participación fue en crecimiento hasta ser el jugador principal tanto en ataque como en defensa y hasta generando la primera de las amarillas de Izquierdoz.
Pero el castillo de naipes se desmoronó en un segundo, de una patada. La que le dio a Jorman Campuzano en la mitad de la cancha, absolutamente innecesaria e imposible de sancionar de otra manera que no sea con la expulsión, una más en su carrera, en el partido donde la calma era casi una obligación.
