MESSI MARADONA

La disputa por el 10 eterno

Fue en Basilea, muy poco antes de que comenzara el Mundial de Rusia. Diego Armando Maradona entró en el set habilitado para la prensa sudando como si acabara de salir de una sauna. Venía de jugar un partido de leyendas para una conocida marca de relojes y llegaba el turno de las entrevistas. 5 minutos cronometrados. Un tipo del gabinete de comunicación me señalaba el reloj compulsivamente, “no hay más que 5 minutos, no te extiendas o te cortaré”. Diego se acercó hasta mi posición como un viejo boxeador, orgulloso de sus tatuajes fláccidos, protegiéndose con su mirada brumosa, fatigado. Yo lo esperaba inquieto, como un padre primerizo que aguarda en el paritorio. Finalmente nos saludamos. “Es un honor, Diego”, le dije. “No, por favor, el placer es mío”, me respondió al tiempo mientras inclinaba la cabeza suavemente, como si fuera un ministro japonés. Luego la cámara se encendió y el Diego criollo de la reverencia se convirtió en lo que es: en la estrella mediática más fascinante del siglo XX. Pura carne de cámara.

El tipo del gabinete de comunicación miró su reloj, como si estuviera preparándose para cronometrar una prueba de atletismo. Diego se acomodó y me midió. Tardó apenas una fracción de segundo en componer un retrato robot sobre mí. En seguida comprendió lo obvio: yo estaba allí para lo de siempre: para compararlo con Messi. Otra vez. Estaba allí para sacarlo de sus casillas o para, por fin, oír algo así como una rendición. Estaba allí para que confesara cuánto teme que Messi le arrebate su Iglesia. Yo estaba allí, en fin, para intentar sacarle la confesión definitiva. Como todos.

Ni que decir tiene que fracasé. ¿Qué reconoces de Diego Maradona en Messi? “Que los dos somos zurdos, que los dos jugamos (él todavía se considera jugador) con el 10 y que los dos amamos el juego”. Ese no decir deliberado, ese ser rácano en el elogio, ese estar a la defensiva ya decía mucho: expresaba tedio, es cierto, pero también autoprotección.

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Lo que está claro es que el discurso de Maradona respecto a La Pulga se ha ido transformando. En Sudáfrica, cuando sabía que la única forma de convertirse en campeón del mundo como jugador y entrenador pasaba por un Messi incipiente, Diego cuidaba el talento de Leo y lo elogiaba sin descanso. Ahora no pierde oportunidad de lanzarle avisos y recordatorios. Cuanto más pierde el sentido de la realidad, más vehemente y lesivo se hace su discurso. 

Si observa bien, las críticas que Maradona siempre hace de Messi inciden en la timidez de La Pulga, en su supuesta falta de liderazgo. ¿Asume Diego cierta derrota futbolística o, al menos, reconoce que las estadísticas distancian tanto ambos genios que la pelea con Messi la tiene que dar en el territorio de lo simbólico? Es una pregunta legítima, pese a que nadie ha estado más cerca del arte en un terreno de juego que Diego Armando Maradona. 

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Precisamente, esa composición artística de su manera de jugar es lo que lo distancia de todos y cada uno de los futbolistas que han jugado y jugarán. Pero es un arte que también tiene mucho que ver con su época o como ahora vemos su época. Los años 80 de campos enfangados, repletos de futbolistas con el uniforme salpicado de barro y medias caídas. Todo lo contrario que el fútbol tecnológico y algo aséptico de nuestro tiempo, donde las camisetas de lycra convierten a los futbolistas en astronautas con tatuajes. Con esa estampa en mente, cómo no añorar a Maradona charlando con un rival en el centro del campo antes de romperle la cintura.  

Y es que la lucha histórica entre Leo y Diego es también una lucha romántica de épocas diferentes. Nadie duda que ambos son genios. Admiramos a Leo porque es infalible, pero su talento no deja de tener algo académico que genera distancia: se nota que su fútbol natural de calle fue pulido en una escuela. Sin embargo, el fútbol de calle de Maradona creó escuela y, de paso, reivindicó a los parias, a los vividores y a los estetas. 

Es cierto, como dice Patricio Prom, que la comparación entre ambos es “imposible e indeseable”, pero yo añadiría que es inevitable. Y Diego lo sabe. Sabe que nació un 10 que le puede mirar a los ojos y pulverizar sus récords, pese a que Leo no consiga derrotar su maleficio con la Albiceleste. Ambos son jugadores eternos. Messi generó su historia en el campo de juego, siendo un autista del balón y encomendándose únicamente a los caprichos de la pelota. Maradona, por su parte, es un poeta y, como tal, como un Rimbaud inquieto, ha construido un arco vital más cinematográfico, encarnando la historia del mito decadente. La trama de su historia es perfecta, triste, demoledora, aunque también gloriosa e inolvidable. La Evita del fútbol, el mitinero, la contradicción, todo eso, versus al niño que se exilió a Barcelona y se inyectaba en las rodillas (él solo) la medicación para crecer.

Es imposible no rendirse ante ambos y es imposible no sentir cierta ternura cuando Maradona ataca la personalidad de Messi, como quien protege algo muy sagrado. Y lo muy sagrado es su propia Iglesia.  

En esta época de desesperada corrección, amamos a Maradona porque nos recuerda que la decadencia del héroe nos humaniza al resto de los mortales. En esta época de explosión competitiva, amamos a Messi porque nos enseña que existe algo que va más allá de la ética del trabajo bien hecho: nos descubre que podemos a aspirar a la ética de la perfección. 

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