No es algo que pertenezca a un pasado lejano. Incluso hoy podemos presenciar momentos así durante las celebraciones de un título de Copa del Mundo, cuando cada coreografía planeada de repente se transforma en un caos anárquico e imprevisible. Está la imagen de Gennaro Gattuso corriendo por el Estadio Olímpico de Berlín solo en calzoncillos tras el título de Italia en 2006, después de regalar toda su ropa a los aficionados; o la de Iker Casillas, besando en vivo a la periodista Sara Carbonero, su novia entonces, pocos instantes después de que España conquistara el Mundial en 2010. Y no podemos olvidar las escenas más absurdas, como la del chef turco Salt Bae, apareciendo como si fuera un jugador argentino en Qatar 2022, tomando el trofeo de las manos de Lionel Messi y compañía… al menos, sin lanzar sal a nadie.
Y luego está esa escena única, que quedó grabada en la memoria de todo aficionado alemán que vivió esa época: Franz Beckenbauer, con su cabello entre castaño y canoso, un traje holgado que se movía con el viento, las manos en los bolsillos de su cómodo pantalón de vestir. Con la medalla de oro colgada al pecho, caminaba lentamente por el césped del Estadio Olímpico, perdido en sus pensamientos, mientras sus jugadores celebraban como niños a su alrededor, perseguidos por fotógrafos y cámaras de televisión. Un instante de intimidad y calma en medio de la locura colectiva.
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“Estaba todo muy lejano, incluso con tanto ruido y tantas celebraciones. Yo solo estaba en el césped, y sentía que me movía, pero daba la impresión de que alguien me empujaba, llevándome hacia adelante. Alguien me estaba tirando. ¿En qué estaba pensando en ese momento? No lo recuerdo, probablemente estaba soñando”, confesó el propio Beckenbauer sobre aquel instante de soledad.
La fecha era el 8 de julio de 1990. La selección alemana acababa de conquistar, por tercera vez, la Copa del Mundo, igualando a Brasil e Italia en ese logro histórico. Y en aquella última noche mágica del torneo, el Kaiser Franz Beckenbauer se convirtió, allí en Italia, en la luz más brillante del fútbol alemán y, de alguna manera, en un presidente secreto de un país que comenzaba a redescubrirse a sí mismo.
Ese Mundial ocurrió en un año en el que todo parecía posible para Alemania y sus ciudadanos. Beckenbauer y sus jugadores regalaron un mes de felicidad colectiva. El Muro de Berlín había caído el 9 de noviembre de 1989, y ambas Alemanias estaban en proceso de crecer juntas; al menos, ese era el plan. El 3 de octubre de 1990, apenas unos meses después del título en Roma, Alemania Oriental se unió a Alemania Occidental, poniendo fin a 40 años de separación y al experimento socialista en suelo alemán. Aunque los jugadores del este aún no compartían los céspedes italianos, el triunfo fue celebrado en ambos lados del país. La Copa del Mundo de 1990 se recuerda como la primera gran victoria de una Alemania reunificada: el primer triunfo de una nación que había pasado décadas dividida.
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Franz Anton Beckenbauer tenía 44 años aquella noche del Tri en Roma. En su último partido como técnico de Alemania, logró lo que solo Zagallo había conseguido: ser campeón mundial primero como jugador y luego como entrenador. Beckenbauer, quizá uno de los alemanes menos caricaturescos de todos —casual, elegante, sensible, con un gusto natural por la belleza— fue el hilo conductor de aquella conquista. Era iluminado, casi como si fuera hijo del Sol, con un aura que transformaba su entorno. Cuando entraba en una sala, parecía caminar un rey.
Campeón como jugador y como técnico, luego arquitecto del cuento de hadas alemán en la Copa de 2006, hacía que todo pareciera sencillo. Pero mucho más tarde, la vida le mostró su lado más cruel: acusaciones de corrupción por la sede del Mundial 2006, la pérdida de un hijo por cáncer, problemas de corazón, un derrame ocular y la enfermedad de Parkinson acompañada de demencia. El 7 de enero de 2024, Beckenbauer falleció prematuramente a los 74 años.
Sin embargo, en 1990, este final melancólico aún estaba muy lejos. “Entren ahí, diviértanse y jueguen fútbol”, les dijo a sus jugadores antes de la final. Un discurso simple que revela su carácter humano, pero no su genio como estratega. Durante todo el torneo, preparó meticulosamente a su equipo para cada rival. Sus jugadores nunca fueron sorprendidos: siempre dominaron los partidos y mantuvieron el control. Al mismo tiempo, cada jugador, desde Lothar Matthäus hasta Klinsmann, Brehme, Kohler, Häßler o Völler, sabía cuáles eran sus límites. Beckenbauer era absoluto en ese sentido. Y, por supuesto, sabía que ni siquiera Matthäus, capitán y figura destacada del torneo, poseía el talento que él tenía. Incluso Maradona, años después, diría que Matthäus fue su rival más duro y favorito.
La importancia de Beckenbauer para el fútbol trasciende títulos y estadísticas. Quizá ninguno fue capaz de hacer con la pelota en los pies lo que Pelé, Garrincha o Maradona lograron… pero ellos no inventaron una nueva posición en el campo. Beckenbauer transformó al defensa, al líbero, en un creador de juego: un quarterback del fútbol que organizaba, distribuía y daba vida al ataque.
Sus especialidades como jugador eran los pases largos en diagonal con el exterior del pie, su capacidad de driblar desde la defensa y su mirada siempre atenta al juego. Mucho antes de que la palabra “GOAT” definiera la grandeza de Messi o Cristiano Ronaldo, el fútbol se dividía en tres reinados: el elegante Kaiser Franz Beckenbauer, el genio Johan Cruyff con el Fútbol Total neerlandés, y Pelé, el Rey, con sus goles y conquistas legendarias.
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Como entrenador, Beckenbauer no dudaba en recordarles a sus jugadores que eran simples mortales. Tras la ajustada victoria por 1-0 sobre Checoslovaquia en cuartos de final, Matthäus y sus compañeros recibieron la reprimenda de sus vidas en el vestuario. “Franz estaba fuera de sí. Juró que éramos los mayores idiotas y pateó un cubo de hielo por todo el vestuario. No entendíamos nada”, recordó Andreas Brehme. Matthäus reconoció que nunca había sido tan insultado: “Pero Franz lo hizo deliberadamente. Siempre pensaba un paso adelante y quería dejarnos un mensaje claro”.
Días después, la semifinal contra Inglaterra sería el mejor partido de todo el torneo. Ambos equipos jugaron un fútbol brillante durante 120 minutos. Al final, Alemania ganó en penales, y el delantero inglés Gary Lineker acuñó una frase que quedaría en la historia: “El fútbol es un juego simple: 22 hombres corren detrás de la pelota durante 90 minutos, y al final los alemanes siempre ganan”.
Ebrio de alegría tras la final, Beckenbauer diría algo similar días después, aunque sin la ironía de Lineker. Sus palabras pusieron una presión casi insoportable sobre su asistente y sucesor, Berti Vogts: “Hoy somos el número uno del mundo. Hemos sido los mejores de Europa durante mucho tiempo… Ahora se suman los jugadores de Alemania Oriental. Creo que la selección alemana será invencible en los próximos años. Siento pena por el resto del mundo”.
Sin embargo, bajo Vogts, un alemán más clásico y menos cosmopolita que el elegante Beckenbauer, Alemania fue eliminada en cuartos de final de los Mundiales de 1994 y 1998. El título europeo de 1996, logrado con el gol de oro de Oliver Bierhoff, sería el único gran triunfo de la selección en esa década. Al menos Matthias Sammer, nacido en Dresden en la ex-Alemania Oriental, fue elegido mejor jugador del campeonato.
En esa noche de gloria europea en 1996, la trayectoria de Beckenbauer en el césped de Roma parecía tan lejana como su primer partido como técnico de la selección. En 1984, presionado en parte por sus amigos del periódico Bild, asumió el mando de Alemania tras la histórica eliminación de la selección en la fase de grupos de la Eurocopa bajo Jupp Derwall.
“Franz: estoy listo”, tituló el periódico más importante de Alemania cuando Derwall fue despedido. Beckenbauer solo había hablado de ejercer un rol de consultor, pero la historia ya había seguido su propio camino. Cuando la federación le preguntó si aceptaría hacerse cargo y salvar al fútbol alemán, no pudo —ni quiso— rechazar. De un día para otro, el columnista y exjugador de fútbol que un año antes había colgado las botas tras jugar en el New York Cosmos, se convirtió en el técnico de Alemania.
De hecho, comandante de Alemania, porque nunca obtuvo la licencia oficial de entrenador. Uno de sus asistentes, con diploma, firmaba las alineaciones, pero el jefe absoluto era Beckenbauer. Aunque no reinventó el fútbol desde la línea de banda, fue meticuloso y exitoso: llegó a la final del Mundial de 1986, a la semifinal de la Eurocopa de 1988, fue campeón en 1990 y luego conquistó otros títulos importantes como técnico interino del Bayern de Múnich.
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El secreto del éxito de Alemania en la Copa del Mundo de 1990 no fue solo una preparación impecable o la famosa reprimenda de Beckenbauer, sino también un espíritu de equipo único. La mitad de los jugadores se sentían como en casa: cinco titulares que jugaron la final militaban en la Serie A italiana, entonces, de lejos, el mejor campeonato nacional del mundo. Thomas Berthold y Rudi Völler defendían los colores de la Roma, mientras que Lothar Matthäus, Andreas Brehme y Jürgen Klinsmann lo hacían en el Inter de Milán. Tras la Copa, otros jugadores alemanes los seguirían a Italia. El Inter había sido campeón un año antes, y Matthäus era considerado junto a Diego Maradona, del Nápoles, el mejor futbolista del Calcio.
Mientras Maradona y Argentina disputaban tres de sus siete partidos en Nápoles, contando con el apoyo de la afición local y eliminando a Italia, Alemania jugó cinco partidos en el San Siro de Milán. El Stadio Giuseppe Meazza se convirtió en su catedral futbolística, y los alemanes se alojaron cerca, en un castillo en el Lago de Como.
Beckenbauer había aprendido de la amarga experiencia de 1986, cuando sus jugadores sufrieron por el aislamiento en España. En 1990, todo era distinto: las familias podían visitar el centro de entrenamiento, disfrutar de la piscina y tomar una cerveza o una copa de vino durante la tarde. Incluso los fumadores eran tolerados. Si algún jugador quería salir a dar un paseo, el Peugeot descapotable de Matthäus estaba listo con la llave en el encendido. Beckenbauer soltaba las riendas… siempre que no se tratara del fútbol.
La competición arrancó con un contundente 4-1 sobre Yugoslavia, con dos goles de Matthäus, incluido un disparo desde fuera del área tras una gran arrancada que se convirtió en uno de los goles más icónicos del torneo. Tras un 5-1 sobre Emiratos Árabes y un empate 1-1 contra la Colombia de Valderrama y Higuita, llegaron los octavos de final ante los archirrivales holandeses. Rudi Völler fue expulsado tras recibir escupitajos de Frank Rijkaard, en una de las mayores polémicas de aquel Mundial, y Jürgen Klinsmann firmó el partido de su vida en la victoria alemana por 2-1. Después llegaron los cuartos contra Checoslovaquia, la semifinal de penales contra Inglaterra y, finalmente, la gran final contra Argentina, como en 1986, pero esta vez con Alemania como favorita.
La final, sin embargo, fue decepcionante y nada que valga la pena ver en YouTube o FIFA+. Argentina llegó con cuatro jugadores suspendidos, incluido Claudio Caniggia, quien había dejado a los italianos llorando en la definición de cuartos. Durante todo el torneo, los argentinos mostraron poco interés en atacar, optando por una defensa rígida y faltas constantes. El partido final se convirtió en un choque de piernas; Argentina terminó con solo nueve hombres y sin crear oportunidades claras en 90 minutos.
Guido Buchwald, el centrocampista rubio del Stuttgart, jugó su partido de vida al neutralizar a Maradona, convirtiéndose en el mejor del campo. “Al principio tenía buenas intenciones”, recordó Buchwald sobre su duelo con la estrella argentina, “pero luego se fue irritando cada vez más”. Maradona fue empequeñeciéndose con el paso de los minutos. “¡Tú, otra vez!”, llegó a gritar en un momento, después de ser desarmado nuevamente por Buchwald. Ese día, el trabajador centrocampista se ganó un apodo que quedaría para siempre: los aficionados alemanes comenzaron a llamarlo “Diego”.
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El “Diego alemán” y sus compañeros tampoco encontraron inspiración en el ataque. Así, por primera vez en la historia, un penal definió quién sería campeón del mundo. Irónicamente, en un partido marcado por el exceso de faltas de los argentinos, la pena máxima llegó tras una no-falta: Rudi Völler cayó sobre la pierna extendida de Roberto Sensini dentro del área, un penalti que, hoy en día, no sobreviviría a una revisión de VAR, como el mismo Völler admite.
Existe una historia curiosa detrás del penal lanzado por Andreas Brehme, celebrado tanto por alemanes como por italianos: el Estadio Olímpico era un mar de banderas negras, rojas y amarillas, y verdes, blancas y rojas. La anécdota revela mucho del fútbol de la época. Brehme solo tomó la responsabilidad porque Lothar Matthäus no estaba seguro de sus botas: la suela se había roto durante el primer tiempo. “Un defecto de material. Los tacos estaban sueltos, parecía un diente de leche balanceándose”, recordó Matthäus. ¿Defecto de material o desgaste por el juego intenso?
Matthäus, que desde 1982 jugaba con adidas Copa Mundial por el vínculo de su padre con la marca, no podía usar otra bota para la selección. La bota rota adquirió fama por otra razón: ¡en 1988, Diego Maradona la había usado en un partido! El argentino había olvidado su calzado para el encuentro de despedida de Michel Platini, y Matthäus le prestó aquel par que, dos años después, se rompería en la final de 1990. Maradona tenía un modo particular de atarse los cordones, dejando un extremo suelto; Matthäus replicó el mismo estilo y, de esta manera, disputó la final más importante de su carrera con botas atadas “a la manera de Maradona”.
Tras la ruptura de su bota, Matthäus cambió de calzado en el descanso, pero recibió unas botas demasiado grandes. Hoy resulta inimaginable: más de 30 años después, cada jugador recibe varios pares para cada partido; en 1990, ni siquiera había botas suficientes para todos en una final de Mundial.
Con sus botas incómodas, Matthäus decidió no patear el penal. Andreas Brehme se hizo cargo. Disparó con precisión quirúrgica al ángulo, dejando sin opciones al especialista Sergio Goycochea. Brehme giró, saltó y agitó los brazos de manera extraña, hasta perderse entre los abrazos de sus compañeros. Una celebración hermosa, espontánea y sin ensayos, que sería imitada en semanas posteriores. Alemania se coronaba campeona del mundo.
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Los jugadores alemanes se abrazan y saltan. Maradona llora, fuerte, con un dolor que rompe el corazón. Beckenbauer concede una entrevista mientras sus dirigidos se preparan para la ceremonia de entrega de la Copa. El estadio abuchea mientras los argentinos reciben sus medallas. Mujeres con largas túnicas blancas, cargando esculturas sobre sus cabezas —Rómulo y Remo, la Loba Capitolina, el Coliseo— suben al podio. Las imágenes son casi surrealistas.
Los alemanes reciben sus premios y, por supuesto, el trofeo de la Copa del Mundo. “Con certeza, el objeto más besado del estadio”, comenta Karl-Heinz Rummenigge, quien había sido capitán en la final perdida de 1986. “Sí, claro… todavía no se atreven a tocar a las chicas”, añade el comentarista Gerd Rubenbauer.
Rummenigge se ríe, en un momento que resulta extrañamente incómodo, muy de los años 90. Un espectáculo de luces comienza en el estadio, y los jugadores corren con el trofeo en las manos. Los aficionados alemanes celebran en las gradas. Sepp Maier, el arquero campeón del mundo en 1974 y entrenador de porteros en aquel torneo, filmó todo con su cámara Super 8.
22 años después, sin ninguna alteración, este documento se proyecta en una premiere del Festival de Cine de Berlín bajo el título “Nosotros somos los Campeones”. El Estadio Olímpico, un mar de banderas alemanas e italianas, los jugadores saltando sin parar: Bodo Ilgner cargando a Icke Häßler sobre sus hombros, Andreas Brehme besando el trofeo… y Franz Beckenbauer caminando hacia la luz, alcanzando una nueva forma de inmortalidad.
