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Hall of Fame - Un viaje a la magia de Roberto Baggio: el Divino Codino contado a quienes no lo vivieron

Contar a Roberto Baggio a quienes no lo vieron jugar es un desafío generacional: intentar transmitir con palabras algo casi imposible de explicar. Y aun así vale la pena intentarlo. Porque Baggio fue —sobre todo para los italianos— símbolo, emoción, estandarte e ícono. Pero que quede claro: ícono primero en el campo de juego, y solo después, mucho después, también fuera de él.

Ante todo, Baggio fue un futbolista. Uno de los más grandes de su tiempo y, para quien escribe, el más grande en la historia de la Selección italiana. Ningún otro jugador ha estado tan íntimamente ligado —y quizá nunca nadie lo estará— a la camiseta azzurra. Cuando se piensa en Gigi Riva, aparece el Cagliari; en Paolo Maldini, el Milan; en Buffon, la Juventus. En cambio, al pensar en Baggio, la imagen inmediata es la camiseta de Italia: la 15 en Italia ‘90, la 10 en Estados Unidos ‘94, la 18 en Francia ‘98. Para toda una generación, en los años noventa, Baggio siempre vestía de azul. Y esa camiseta no representaba solo a la selección: era, en realidad, la camiseta de un país entero.

Narrar su historia es complejo. Quienes lo vivieron ya conocen cada detalle; quienes llegaron tarde —por edad o distancia— saben que fue un campeón absoluto, pero les cuesta captar el aura que lo rodeaba y que, dos décadas después de su adiós, todavía emociona. En Italia, durante los noventa, miles de niños, adolescentes y adultos llevaban el cabello recogido en un pequeño moño, imitando a su ídolo. El mismo que, aunque no logró darle a la Nazionale una Copa del Mundo, estuvo a un paso de conseguirlo y dejó el alma en el intento.

En un fútbol que empezaba a transformarse en negocio y espectáculo global, Baggio se convirtió en resistencia, en un recordatorio de tradición y pureza. Un futbolista inmenso, sí, pero ante todo un hombre capaz de ganarse el cariño incluso en la derrota.

Roberto Baggio Italy Brazil USA 94Getty Images

Roberto Baggio Italy USA 94Getty Images

Un error —aquel amargo penalti fallado en Pasadena— lo hizo humano. Un error que nunca se perdonó del todo y que, quizá por eso mismo, muchos sintieron la necesidad de perdonarle enseguida. A pesar de la decepción, a pesar de la amargura. Con el tiempo, muchos italianos aseguran que parte de las lágrimas derramadas tras aquella derrota en los penaltis no fueron solo por la pérdida del Mundial, sino también por solidaridad hacia Roberto. Porque cuando quien falla es el mismo que te ha permitido soñar con la Copa, verlo llorar por el error que la hizo desvanecerse genera algo más que tristeza: provoca un sentimiento de injusticia, de empatía, de querer gritarle al unísono: “no importa”. Aunque doliera.

Es cierto: Baggio no ganó tanto como otros campeones. Tres Scudetti y una Copa de la UEFA parecen poco para alguien de su calibre. Pero reducir la grandeza de un futbolista únicamente a los trofeos conquistados nunca ha sido justo en un deporte colectivo. “Baggio nunca ganó la Champions”, repiten algunos para cuestionar su leyenda. Olvidan que en los noventa ese torneo lo jugaban únicamente los campeones nacionales, no cuatro o cinco equipos por país. Baggio solo tuvo dos participaciones: con el Milan en 1996-97 y con el Inter en 1998-99. Aun así, firmó cinco goles en once partidos, dos de ellos en una noche inolvidable, cuando su entrenador Gigi Simoni lo dejó en el banquillo hasta el final. Al entrar, marcó un doblete decisivo y derribó al Real Madrid.

¿Por qué entonces Baggio pasó parte de su carrera en equipos modestos o, cuando estuvo en gigantes como Milan e Inter, nunca contó con plena confianza? La respuesta nunca fue del todo explícita, pero basta con leer su autobiografía Una porta nel cielo o repasar sus entrevistas para entenderlo. Baggio, más allá de ser un profesional, amaba jugar al fútbol. Y quería hacerlo en un entorno humano y deportivo que lo hiciera feliz. ¿Acaso hubiera tenido problemas en aceptar contratos millonarios en el extranjero o en Japón, donde lo habrían cubierto de oro solo por verle en un partido? Seguramente no. Pero eligió la provincia, no como renuncia a la ambición, sino como apuesta por una forma distinta de ambición.

“Mi equipo ideal para relanzarme debía cumplir tres condiciones —escribió—: jugar en Serie A, estar cerca de casa y darme la seguridad razonable de que tendría minutos. Eso dejaba fuera todas las ofertas del extranjero, porque significaba despedirme de la Selección”. Y es que la cabeza y el corazón de Baggio siempre estuvieron con la azzurra. En el verano de 2000 fichó por el Brescia con un objetivo: llegar al Mundial de Japón y Corea en 2002. Para los más jóvenes suena extraño, pero en aquella época marcharse al extranjero era casi una condena: significaba estar fuera de los planes de la Nazionale, como ya les había pasado a Gianfranco Zola o Gianluca Vialli en el Chelsea.

Al final, Trapattoni lo dejó fuera incluso después de dos temporadas extraordinarias con las Rondinelle. Fue, junto con el penalti de Pasadena, la gran herida de su carrera. Y pensar que la FIFA había ampliado las listas de 22 a 23 jugadores precisamente para dar margen a Trapattoni y a Scolari de llevar a figuras queridas como Baggio o Ronaldo. El brasileño acabó siendo la estrella indiscutible y máximo goleador del Mundial. Baggio, en cambio, quedó como el gran ausente. El ídolo excluido. Quién sabe qué habría pasado si…

Roberto Baggio AC MilanGetty Images

Cuando Michel Platini definió a Baggio como “un nueve y medio”, le otorgó —quizás sin querer— uno de los elogios más grandes que se le podía hacer a un futbolista en aquellos tiempos. El fútbol de la época dividía a los jugadores en dos categorías bien claras: los creadores de juego y los delanteros. O eras un 10, o eras un 9. Todavía faltaban años para el “falso nueve” o el mediapunta goleador. Entonces era simple: si tenías clase, eras un 10; si tenías instinto, eras un 9. Si dabas asistencias, eras un 10; si hacías goles, eras un 9.

Baggio era ambas cosas a la vez. Y las hacía con una excelencia pocas veces vista. Tal vez nadie, en Italia, lo había hecho antes. Platini lo entendió de inmediato y reconoció esa unicidad, aunque con sus palabras también insinuaba que la magia del 10 puro —la que había dominado los años 80— comenzaba a desvanecerse. Aun así, en una Serie A donde los goles eran mucho más escasos que hoy, Baggio firmó 206 tantos: un promedio de uno cada dos partidos. Números de un 9 de raza, pero en un cuerpo de 10.

Y si eso no basta para entender a quienes no pudieron verlo, hay más: máximo goleador italiano en Copas del Mundo, uno de los cinco futbolistas de Italia en ganar el Balón de Oro, uno de los últimos en disputar tres Mundiales siendo protagonista, un maestro de los tiros libres y, probablemente, el mejor en el control de balón en carrera que se haya visto en un campo.

La admiración que sienten los millennials —y no solo los italianos— hacia Roberto Baggio no es una ilusión colectiva ni un simple filtro de nostalgia que convierte en oro todo lo vivido en la juventud. Baggio fue, objetivamente, uno de los futbolistas más grandes de la historia. Y si todavía hoy, cuando aparece en la televisión, pisa un estadio o simplemente saluda al público, consigue emocionar a la gente como si fueran niños, algún motivo habrá.

El deseo es sencillo: que después de leer estas líneas, esos motivos queden un poco más claros. Incluso para quienes no pudieron disfrutarlo en plenitud.

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