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Giuseppe MeazzaGiuseppe Meazza

Giuseppe Meazza, el seductor que hizo sonreír a Mussolini

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Giuseppe Meazza fue el primer seductor del calcio. Su elegancia con y sin balón y su pelo permanentemente engominado marcaron un antes y un después en el fútbol y en la sociedad italiana. Siempre tuvo claro que quería ser futbolista y de niño, después de morir su padre, ingresó en el fútbol base del Inter al ser rechazado por el Milan en 1922, el mismo año en el que Benito Mussolini convenció al rey Victor Manuel III para que le cediera todo el poder. Debutó con el primer equipo a los diecisiete años, cuando no era más que un adolescente, y durante más de una década cimentó la base de la leyenda del conjunto nerazzurro, equipo con el que levantó el primer scudetto unificado de la historia.

Fue el entrenador Arpad Weisz quien confió en él después de un mal partido de los titulares, que inicialmente no comprendían qué hacía aquel chico tan esmirriado entrenando con ellos. Leopoldo Conti llegó a menospreciar su irreverente juventud preguntándole al técnico húngaro si iba a ser habitual jugar con los chicos de la Balilla, la organización juvenil del Partido Fascista, el equivalente a las Juventudes Hitlerianas en Alemania. Afortunadamente para el Inter, que con él rompería la hegemonía de la Juventus y el Bologna, Meazza había llegado para quedarse. Desafortunadamente para Meazza, el pseudónimo de balilla lo perseguiría el resto de su carrera.

Pasó poco tiempo hasta que todo el país relacionara esta palabra con el exquisito fútbol que Meazza ofrecía cada domingo. Pero fue en 1934 cuando el mundo entero empezó a hablar del balilla. Italia acogía la Copa del Mundo en pleno esplendor del régimen impuesto por Benito Mussolini, que presenció el debut de la azzurra  frente a los Estados Unidos en el estadio del Partido Fascista, más parecido a un circo romano que a un campo de fútbol por su forma de U. No había cuádrigas en esta ocasión, pero sí el saludo imperial levantando brazo derecho con la palma hacia abajo.

Fue el escenario que consagró a Meazza, que al fin consiguió meterle un gol a la selección española. Cabe recordar que el portero Ricardo Zamora era el némesis del delantero interista y, aunque les uniera una fuerte amistad, el meta español fue el único portero rival al que Meazza no le metió jamás un gol en partido oficial. Pero en aquel duelo de cuartos de final que enfrentaba al Reino de Italia contra la República de España el cancerbero fue Nogués. Y el único gol del partido lo metió, como no, Meazza.

El balilla también sería protagonista en la final frente a la Checoslovaquia de Antonin Puc. Falló una ocasión clara y después se lesionó. Pero permaneció en el campo y en la prórroga, inició la jugada que culminó con la asistencia de Guaita a Schiavio, que marcó el gol que le servía a Italia su primer Mundial.

Era una Copa del Mundo muy diferente a las que se juegan hoy. Había sólo dieciséis equipos, e Inglaterra rechazaba participar porque esgrimía que, siendo el país que había inventado el fútbol, había que dar por sentado que también era el mejor a la hora de jugarlo. Pocos meses después de levantar el Mundial de 1934, Meazza, Schiavio, Ferraris, Guaita, Allemandi y el resto de la azzurra, que pasó a vestir el negro del fascismo después de lucir su primera estrella en el pecho, se cruzaron en el camino del arrogante equipo británico en lo que se recuerda como la Batalla de Highbury.

A los doce minutos los italianos habían encajado tres goles y perdido a Monti por lesión y, como no había cambios, tuvieron que jugar todo el partido en inferioridad numérica. No se sabe qué les dijo Meazza a sus compañeros durante el descanso. Pero en el segundo tiempo se comieron al rival. Meazza metió dos goles y los ingleses terminaron pidiendo la hora. La remontada no terminó de consumarse, pero el 3 a 2 definitivo dejó en evidencia a los británicos. Jamás se volvió a pensar que fueran los mejores.

En 1937 Meazza se encontraba en la plenitud de su carrera y en Milán era algo parecido a un Dios. Iba y hacía a su antojo sin que nadie osara levantarle la voz. Pasaba las noches en vela en clubes de jazz rodeado de bellas mujeres hasta altas horas de la madrugada. En una ocasión, incluso llegó tarde a un partido. Se personó a falta de pocos minutos para el silbido inicial oliendo a tabaco y a perfume de mujer. Les aseguró a sus compañeros que estaba en condiciones de jugar pese a no haber dormido y Weisz tuvo que incluirle en el once a regañadientes. A los veinte minutos el Inter ya ganaba con dos goles de su engominada estrella.

Sin abandonar su frenético y promiscuo ritmo de vida, Meazza volvería a hacerse con la Copa del Mundo, en esta ocasión la de 1938, en medio del ambiente enrarecido que se respiraba en Europa durante los albores de la Segunda Guerra Mundial. La azzurra liquidó al Brasil de Leónidas en la semifinales y aplastó a la anfitriona Hungría en la final con dos goles de Silvio Piola y otros dos de Gino Colaussi.

Pero los excesos se pagan y Meazza no volvió a ser el mismo después de celebrar su segunda Jules Rimet. El Inter decidió traspasarlo al Milan, que volvió a equivocarse con Meazza. No le fichó cuando tenía que hacerlo y le incorporó cuando el futbolista ya había agotado la gasolina. El balilla encaraba su ocaso y durante la primera mitad de los años 40 apenas jugó un centenar de partidos vistiendo las camisetas de Milan, Juventus, Varese y Atalanta. Su tremenda calidad le permitió alejarse de las posiciones de ataque para pasar a dirigir al equipo desde el centro del campo. Sus registros goleadores fueron decayendo paulatinamente, aunque curiosamente, contra su Inter acostumbraba a ver puerta casi siempre.

Meazza decidió despedirse del fútbol en activo regresando al Inter y salvándole del descenso con dos goles en su último partido como profesional en 1947. El fútbol había cambiado, pues en el Piemonte el Torino de Valentino Mazzola llamaba a las puertas de la historia con un fútbol innovador y preciosista. Además, Arpad Weisz, el primer técnico que había confiado en Meazza, había muerto en Auschwitz en 1944.

También Italia había cambiado. La derrota de la Triple Alianza en la Segunda Gran Guerra culminó con los cuerpos fusilados de Mussolini y su estado mayor colgando del Piazzale Loreto de Milán, un escenario en el que anteriormente el dictador había mandado ahorcar a un grupo de partisanos. Había terminado la era de Giuseppe Meazza y justo empezaba otra época.

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