Athletic Bilbao Barcelona Final Copa del Rey 2021Getty Images

Athletic: En la hora más oscura, identidad

Ruben Uria BlogGoal

Protesta el corazón athleticzale. Perder dos finales en quince días supone desazón, frustración e impotencia. Un enorme vacío. Momentos críticos para que la afición, el principal patrimonio de un equipo legendario, prefiera buscar culpables que encontrar soluciones. En caliente, las palabras hieren como cuchillos: vergüenza, responsabilidad, bloqueo y miedo. En frío, no pierden un ápice de dureza, pero la carga de profundidad reposa en un caladero que ya no se sostiene en el corazón, sino en la cabeza: autocrítica, saber estar, orgullo por haber llegado donde otros habrían matado por estar y esa vieja ley no escrita firmada por Perogrullo. Que no contenta, ni alivia, pero sí contextualiza. Para perder finales, antes hay que llegar a las finales.

Ante la Real, la mochila de la responsabilidad pesó una tonelada. Y ante el Barça de Messi, el sueño se tornó en pesadilla. Siendo el undécimo clasificado de la Liga, lo razonable era caer y lo poco probable, ganar. Eso sí, la herida, por lógica que sea, duele igual. Resulta imposible ser aficionado del Atlético de Madrid, como en el caso de quien esto escribe, y no tener un alto grado de empatía con el dolor athleticzale. Quien ha perdido tres finales de Champions, una en el último minuto de la prórroga, otra a un minuto del alargue y otra en los penaltis, sabe de lo que hablo. El dolor es intenso y la cicatriz, para toda la vida. Y sin embargo, en el fútbol, como en la vida, perder es lo normal y ganar, lo extraordinario.

Quien quiera caer en la tentación de destruir, tiene barra libre. En la derrota, los que después de la Supercopa querían construir un busto de bronce a Marcelino en Lezama, son los mismos que ahora le azotan a dos manos. Los que jaleaban las cabalgadas de Williams son los mismos que ahora se cuestionan su papel, su soldada y su papel en el club. Y los que se frotaban las manos con Munian Iñigo, Yeray, Simón o Raúl García son los mismos que hoy le darían la baja a catorce profesionales. Son los daños colaterales de la derrota, la rienda suelta al viejo vicio de elevar a los altares al personal cuando se gana y destriparlo como un marrano en la matanza cuando se pierde.

El equipo se bloqueó mentalmente ante la Real y llegó mermado físicamente ante el Barça. El grupo no tuvo respuesta ni tampoco energía en el sótano. Defendió por acumulación, tiró el fuera de juego cuando no debía, no pudo sostener la batalla y Simón no podía ganar una final en la que el entrenador no dio con la tecla, Munian cojeaba, Yeray, Yuro o Berenguer estaban al límite y cuando el primer gol reventó, el castillo de naipes cayó. A plomo. Hoy cualquier análisis en frío suena a excusas, paños calientes e historias para no dormir. El regreso a Bilbao fue un funeral y para la mayoría de aficionados rojiblancos la decepción no fue perder, sino la manera en que se produjo la derrota. El dolor es intenso y la cicatriz, profunda.

Y sin embargo, ahora, cuando el dolor es más intenso, es cuando hay que querer más al Athletic, en el momento en el que menos se lo merezca. Ahora que aparecen falsos profetas para destrozar el proyecto, bufones sarcásticos con chistecitos de gabarras y buitres carroñeros de redes sociales burlándose de un chaval por lo visto ha ofendido a la humanidad por tocar la trompeta, es cuando la gente del Athletic tiene que sentirse especialmente orgullosa de ser quien es. Club, vestuario y cuerpo técnico tendrán que convivir con la pena y superarla, como los aficionados. Hoy ningún aficionado del Athletic puede tapar su lástima con la tirita del haber competido o el haber muerto de pie, pero esa herida sí puede sanar con el mejor antibiótico del mundo, el orgullo de pertenecer a un club que no es mejor que los demás, pero sí es diferente. Las cosas importantes de la vida no se compran con dinero. Ni están en venta.

En el calor de la derrota, un aficionado me insinuaba que, si el Athletic Club quería ganar títulos, debía cambiar su filosofía. Le contesté que eso sería renunciar a su identidad, negociar lo innegociable. Es en la derrota cuando se demuestra la fuerza de las convicciones. Ni perder quince finales consecutivas podrían alterar el orgullo de los aficionados del Athletic de ser lo que son, representar lo que representan y sentir lo que sienten. Otros clubes habrían dado un brazo por jugar tres finales en tres meses. El Athletic las ha jugado y no es mejor que nadie, pero es diferente a todos. Y por eso, partiendo de la autocrítica más profunda, el club tendrá que reconstruir la ilusión desde la llama del fuego sagrado de su identidad. Para saber ganar antes hay que saber perder y para perder finales hay que llegar a jugarlas. Y para el Athletic jamás habrá mal que cien años dure, porque siempre hay cuerpo que lo resista. Hoy el dolor es inmenso, pero la herida dejará de sangrar y aunque la cicatriz esté ahí para toda la vida, acabará sanando. No hay mejor medicina que el innegociable orgullo de ser lo que uno ha elegido ser. 

Rubén Uría

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