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Hall of Fame – Marco van Basten, el Cisne de Utrecht de alas frágiles

A pesar del físico imponente con el que la naturaleza lo había dotado, Marco van Basten se deslizaba por el campo con la elegancia de un cisne y la ligereza de una mariposa, corriendo de puntas como si fuera un bailarín de ballet. En el Ajax, bajo la guía de su maestro Johan Cruyff, aprendió a leer el juego con una anticipación prodigiosa, robándoles tiempo a los defensores y llegando siempre antes que todos al balón, gracias a un sentido del tiempo casi sobrenatural.

Sus fintas, sus toques sutiles, las verónicas, los apoyos aéreos, los pases quirúrgicos que dejaban a sus compañeros de cara al gol… todo en él parecía una poesía de Leopardi vestida con pantalones cortos y botines. Hermoso y melancólico. Sus goles —acrobáticos, técnicos o potentes— fueran fruto de una jugada colectiva o de un tiro libre, evocaban lo sublime: pinceladas de Leonardo, notas de Para Elisa de Beethoven. Incluso hoy, al verlos repetidos con la camiseta del Ajax, del Milan o con el mítico naranja de la Selección de los Países Bajos, resulta imposible no quedarse maravillado, casi incrédulo, ante tanta belleza.

En el Salón de la Fama de los futbolistas eternos, su lugar está asegurado. Marco van Basten fue el delantero más refinado del fútbol moderno y uno de los más grandes de todos los tiempos. Perfeccionista, ganador —con 24 títulos colectivos, 8 trofeos de goleador, una Bota de Oro y 3 Balones de Oro, como Cruyff y Platini—, artista del balón e ídolo de multitudes. Pero también fue víctima del infortunio: su maldito tobillo derecho lo llevó, en pocos años, de la cima del mundo al retiro prematuro. Entre la gloria y la melancolía, el Cisne de Utrecht dejó un legado inmortal.

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    LOS GOLES ESPECTACULARES Y LOS MOMENTOS ICÓNICOS

    Desde la proeza inolvidable de su gol ante la URSS en la final de la Eurocopa de 1988 hasta la desgarradora vuelta de despedida en el Estadio Meazza, el 18 de agosto de 1995, antes del Trofeo Berlusconi, la carrera de Marco van Basten —el “Cisne de Utrecht”, como lo apodaron, y a quien Silvio Berlusconi definía como “el Nureyev del fútbol”— está repleta de postales imborrables que se han ganado un lugar eterno en la historia del balompié.

    Y por supuesto, están sus goles. Muchos y hermosos, ejecutados de todas las formas posibles. En total, 314 anotaciones: 277 con sus clubes, 24 con la Selección Mayor de los Países Bajos y 13 con la Sub-21. Todos ellos cuidadosamente registrados en los cuadernos que su padre Joop le inculcó desde niño.

    El más icónico, quizá el más bello jamás visto en una Eurocopa —y algunos se atreven a decir que en toda la historia— lo marcó en la final de la Euro ’88 ante la Unión Soviética. Minuto 54. Holanda ya ganaba 1-0 gracias a un cabezazo de Ruud Gullit, quien a su vez había aprovechado un pase largo del propio Van Basten. Entonces, Marco decidió escribir su nombre con tinta dorada en los libros del fútbol.

    Arnold Mühren lanza un centro largo desde la izquierda. La pelota supera a Gullit, que esperaba en el centro del área, y llega a Van Basten, muy escorado sobre la derecha. Todos esperan un centro, pero él, en una fracción de segundo, se coordina con precisión quirúrgica y suelta un disparo de volea potentísimo que vence al legendario Rinat Dasaev. El balón entra en el ángulo más lejano, como una pincelada divina. Ese gol selló el único título internacional de la historia neerlandesa, y aún hoy emociona como si fuera la primera vez.

    En cuanto a técnica y belleza, hay que recordar al menos dos más. El primero lo marcó con el Ajax en la Eredivisie, el 9 de noviembre de 1986. Van Basten lo describió como “la imagen de la belleza” en su autobiografía Frágil. Minuto 70. El rival acaba de acercarse en el marcador (2-1). Van’t Schip abre a la derecha para Wouters, quien envía un centro retrasado al área. Marco se lanza en el aire con una chilena perfecta, y clava el balón en el ángulo opuesto. Una ejecución sublime, de equilibrio precario, gimnasia pura, con la pierna izquierda de apoyo y la derecha como pincel. Una obra de arte suspendida en el tiempo.

    Otro momento imborrable llegó el 25 de noviembre de 1992, en la Liga de Campeones contra el IFK Göteborg, con la camiseta del Milan. Van Basten fue un vendaval aquella noche: anotó cuatro goles, convirtiéndose en el primer jugador en lograr un “póker” en el torneo. El tercero fue una joya. Minuto 61. El Milan ya ganaba 2-0. Stefano Eranio irrumpe por la derecha y lanza un centro retrasado. Van Basten, como si hubiera visto el futuro, se anticipa con una tijera perfecta, impacta con violencia y coloca el balón lejos del alcance de Ravelli. Precisión, coordinación, instinto: todo en una sola jugada.

    Pero la iconografía de Van Basten va más allá de los goles. Está su debut con el primer equipo del Ajax, entrando en lugar de su ídolo y mentor Johan Cruyff. Está su sociedad mágica con Gullit y Rijkaard en el legendario Milan de Arrigo Sacchi. Sus celebraciones con el dedo apuntando al cielo, el pequeño salto antes de ejecutar los penales, los duelos con defensores de hierro como Vierchowod, Ferri, Bruno o Köhler. El número 12 en la espalda durante la Euro ’88, la alegría por levantar su primera Copa de Europa, la tristeza de la Euro ’92 perdida ante Dinamarca por penales, la frustración en la final de Champions de 1993 ante el Marsella.

    Y finalmente, el 18 de agosto de 1995. El día en que San Siro lloró. Van Basten, con apenas 30 años, dio su vuelta final al campo, vestido con una chaqueta de gamuza. Era el adiós definitivo al fútbol profesional. El niño prodigio, el artista del balón, el cisne herido que había hecho soñar a generaciones enteras, se despedía entre aplausos, lágrimas y una tristeza imposible de ocultar.

    Así lo relató él mismo en Frágil: “Bajo los ojos de ochenta mil, soy testigo de mi adiós. Marco van Basten, el futbolista, ya no existe. Están viendo a alguien que ya no es. Están aplaudiendo a un fantasma. Corro y aplaudo, pero ya no estoy más… Desde lo profundo sube la tristeza. Me invade. El coro y el aplauso penetran a través de mi armadura. Quiero llorar, pero no puedo romper en llanto aquí, como un niño. Me esfuerzo por permanecer calmado… Dejo de correr y de aplaudir, la vuelta ha terminado. Algo ha cambiado, algo fundamental. El fútbol es mi vida. He perdido mi vida. Hoy he muerto como futbolista. Estoy aquí, de invitado en mi propio funeral.”

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    LA GIOVENTUD Y EL AJAX

    Marco van Basten, cuyo nombre completo es Marcel van Basten, nació el 31 de octubre de 1964 en Utrecht, Países Bajos. Fue su padre, Joop —exfutbolista campeón nacional con el DOS— quien le transmitió desde pequeño la pasión por el balón. Joop no solo lo guió hacia el fútbol, sino que también le inculcó la disciplina y el deseo de destacar. El resto lo hizo el talento natural de Marco y su determinación por convertirse en el mejor.

    A los seis años comenzó a jugar en el modesto Edo (1970-1971), antes de pasar al UVV (1971-1980) y, posteriormente, al Elinkwijk (1980-81), todos clubes de su ciudad natal. Aun siendo un niño, ya competía con chicos mayores, y no tardó en dejar huella: sus rivales intentaban frenarlo con rudeza, pero la mayoría de las veces era en vano. Tenía una facilidad casi instintiva para hacer goles.

    En 1981, con apenas 16 años, fue fichado por el Ajax para incorporarse a sus fuerzas básicas. Ese mismo año también debutó en la Selección Juvenil de los Países Bajos, con la que logró el tercer lugar en el prestigioso Torneo Internacional de Cannes, donde se lució con un hat-trick ante Italia en el duelo por el bronce.

    Su irrupción en el primer equipo del Ajax llegó el 3 de abril de 1982. Tenía solo 17 años y medio cuando debutó ante el NEC. Lo hizo a lo grande: ingresó al campo en sustitución de su ídolo Johan Cruyff y marcó su primer gol como profesional. Aquella tarde quedó claro que no era un debutante cualquiera. Cruyff, con el tiempo, se convertiría en su entrenador y mentor.

    Durante su paso por el Ajax, Marco fue perfeccionando su estilo y afinando cada uno de los rasgos que lo llevarían al estrellato. En total, marcó 152 goles en 172 partidos, conquistando tres títulos de liga, tres Copas de los Países Bajos y una Recopa de Europa en 1987, resuelta —como no podía ser de otra forma— con un cabezazo suyo.

    A nivel individual, también comenzaron a lloverle reconocimientos: fue cuatro veces máximo goleador de la Eredivisie, y sus 31 goles en la temporada 1986-87 le valieron la Bota de Oro europea. Ese mismo año recibió el Trofeo Bravo al mejor futbolista sub-21 del continente. El Cisne ya había alzado el vuelo.

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    EL MILÁN, LAS GRANDES VICTORIAS Y LOS BALONES DE ORO

    Fue en Italia, vistiendo los colores del AC Milan, donde Marco van Basten se transformó definitivamente en una leyenda del fútbol mundial. Llegó a la Serie A —por entonces considerada, sin discusión, la liga más fascinante y competitiva del planeta— fichado por los rossoneri a través del sistema de parámetro UEFA. El Milan le ganó la carrera a la Fiorentina y pagó por él dos millones de francos suizos, cerca de mil setecientos cincuenta millones de liras.

    Bajo la dirección de Arrigo Sacchi, con quien mantuvo una intensa relación de amor y desencuentros, y más tarde con Fabio Capello, Marco se convirtió en el engranaje perfecto de una maquinaria casi celestial. Era el toque final, la pincelada maestra de un equipo diseñado para maravillar. Ni siquiera la fragilidad de sus tobillos pudo detener su impacto. Aun vendado y con dolor constante en el tobillo derecho, redefinió el rol del delantero centro: letal en el área, sí, pero también generoso, exquisito en la asistencia, impredecible, elegante, implacable.

    Lo ganó todo. Fue protagonista en tres Scudettos (1987/88, 1991/92 y 1992/93), dos Supercopas italianas (1988 y 1992), dos Copas de Europa —hoy Champions League— (1988/89 y 1989/90), dos Supercopas de Europa y dos Copas Intercontinentales (1989 y 1990). Incluso tras dejar de jugar, su huella siguió sumando títulos: otro Scudetto (1993/94), dos Supercopas italianas más (1993 y 1994) y una Champions League adicional en 1994.

    A nivel individual, su palmarés es igual de deslumbrante: fue dos veces Capocannoniere de la Serie A (1989/90 y 1991/92), máximo goleador de la Copa de Europa en 1988/89 (con 10 goles), y obtuvo tres Balones de Oro (1988, 1989 y 1992), igualando a dos gigantes como Johan Cruyff y Michel Platini. En 1992, en plena cúspide de su carrera, también recibió el FIFA World Player como mejor futbolista del planeta.

    Sus cifras con el Milan son imponentes: 125 goles y 49 asistencias en 201 partidos oficiales. Pero más allá de los números, lo que aún estremece es la belleza de su fútbol: su capacidad para brillar en los duelos más duros, su técnica depurada, su temple ante los mejores defensores de la época. Como Silvio Piola, Van Basten puede presumir de haberle marcado al menos un gol a cada equipo de Serie A que enfrentó.

    San Siro lo vio volar y sufrir. Lo vio elevar el fútbol a una forma de arte. Y aún hoy, el eco de su grandeza sigue resonando.

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    MARCO CON LOS PAÍSES BAJOS

    La relación de Marco van Basten con la Selección Nacional de los Países Bajos fue tan brillante como tormentosa. Su participación en la Eurocopa de 1988 es, sin duda, el punto más alto de su trayectoria internacional: un canto del cisne inolvidable. Aquel torneo en Alemania lo consagró como el máximo goleador, con tres tantos ante Inglaterra, uno contra Alemania Occidental y una obra de arte en la final frente a la Unión Soviética. Ese gol, al vuelo, desde un ángulo imposible, no solo aseguró el primer —y hasta hoy único— título internacional para la Oranje, sino que quedó grabado como uno de los más bellos en la historia del fútbol.

    Sin embargo, la trayectoria de Marco con la camiseta naranja también estuvo marcada por la frustración. Las constantes lesiones en su tobillo derecho y las múltiples cirugías le impidieron tener una carrera más extensa y regular con su selección. Se perdió numerosos encuentros clave y, cuando jugaba, muchas veces no estaba en plenitud de condiciones.

    En el Mundial de Italia 1990, por ejemplo, su rendimiento se vio claramente limitado por el dolor. Y en la Euro de 1992, tras una destacada fase de grupos, su participación terminó con un penal detenido por Peter Schmeichel en la tanda ante Dinamarca, resultado que significó la eliminación de los neerlandeses. Ese disparo errado fue un golpe tan simbólico como doloroso.

    Su último partido con la selección fue el 14 de octubre de 1992, como capitán, en un empate 2-2 ante Polonia. Dos años después, en 1994, intentó una recuperación de último momento para poder estar en el Mundial de Estados Unidos. Aunque por momentos pareció posible, la realidad fue más cruel: su tobillo ya no le respondía y debió renunciar definitivamente a sus aspiraciones con la Oranje.

    Así se despidió Marco van Basten del escenario internacional, dejando una marca de 24 goles en 58 partidos con la selección absoluta. Una cifra notable, aunque inevitablemente impregnada de ese “¿qué hubiera pasado si…?” que persigue a los grandes talentos tocados por la gloria y castigados por el destino.

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    EL TOBILLO, LAS OPERACIONES Y EL CALVARIO

    No fue un defensa aguerrido ni un error suyo lo que detuvo a Marco van Basten. Fue su tobillo derecho, maltrecho, castigado por años de duelos, giros imposibles y goles memorables. Como Gigi Riva o Ronaldo “El Fenómeno”, el destino le tendió una emboscada cruel: lo obligó a retirarse demasiado pronto, justo cuando aún tenía magia para regalar.

    Ningún otro futbolista pasó tan rápido de lo sublime a la despedida. En diciembre de 1993, poco después de recibir su tercer Balón de Oro, Van Basten viajó a Sankt Moritz para someterse a una segunda cirugía, a manos del doctor Marti. La esperanza era recuperar al jugador brillante que desafiaba la lógica. Sin embargo, la operación marcó el inicio de su ocaso: un calvario de dolor, rehabilitación infructuosa y resignación silenciosa.

    Intentó volver. Lo hizo con valentía, aunque a cuentagotas. Se le vio en la Serie A ante Udinese, Ancona —a quien le marcó su último gol oficial— y Roma. Aparecía en el campo, sí, pero ya no era él. En su mirada había más coraje que confianza, y sus gestos gritaban que el cuerpo ya no obedecía a la mente.

    El 26 de mayo de 1993, en Múnich, disputó su último partido oficial. Era la final de la Liga de Campeones ante el Olympique de Marsella. Aquella noche, los ojos del mundo presenciaron la despedida no anunciada del Cisne de Utrecht. En el minuto 85, Fabio Capello —su entrenador, con quien nunca había perdido un solo encuentro— lo llamó al banco. Milan perdía 1-0 y Van Basten se marchó del césped en silencio. Ya no volvería.

    Así terminó el juego. Sin homenajes inmediatos ni discursos de despedida. Solo una sustitución más, que con el tiempo se convirtió en un símbolo de lo efímero que puede ser incluso el talento más brillante cuando el cuerpo dice basta.

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    EL ÚLTIMO VUELO DEL CISNE

    El Milan lo esperó. Los hinchas también. Durante años, soñaron con volver a verlo en la cancha, con sus movimientos elegantes y sus goles imposibles. Marco van Basten, por su parte, se aferró a la esperanza. Se sometió a una sucesión interminable de operaciones. Buscó alivio en la medicina, en la acupuntura, incluso en la magia. Nada funcionó. Su tobillo no sanó y, con él, se apagó su carrera. El 18 de agosto de 1995, en una noche cargada de emoción en San Siro, el Cisne de Utrecht se despidió del fútbol. Tenía solo 30 años. Las alas que lo elevaron a lo más alto del deporte ya no volverían a desplegarse.

    Pero el fútbol, caprichoso como la vida, le concedió una última escena. Una imagen que, con el tiempo, se volvió símbolo. El 15 de marzo de 2006, once años después de su adiós, el Meazza fue testigo de una especie de epílogo poético: el partido homenaje de Demetrio Albertini. Marco salió como titular, con el número 9 en la espalda. Minuto 11. Evani desbordó por la izquierda y mandó un centro raso al primer palo. Como si el tiempo no hubiera pasado, Van Basten anticipó la jugada, se lanzó al remate y, en un gesto lleno de memoria y precisión, cabeceó con fuerza bajo el travesaño.

    El estadio estalló. Él sonrió. Y por un instante, entre los abrazos de sus viejos compañeros, el dolor pareció ceder. Volvió la alegría. Volvió Marco.

    Ese fue su último vuelo. No por títulos, no por estadísticas, sino por lo que hizo sentir, Van Basten se convirtió en leyenda. Un delantero irrepetible, frágil y eterno. El cisne que tocó el cielo con los pies.