Argentinos

Llorar no cuesta nada para los argentinos en el último adiós de Messi

Están vestidos con una especie de túnicas rebrandeadas al estilo argentino, con el color celeste y blanco en cada uno de los costados y el sol en el pecho. Llevan la cabeza cubierta al estilo árabe. Deben tener entre 65 y 75 años. Parecen relajados. Faltan más de dos horas y media y ya están adentro del anillo del estadio Ahmad bin Ali, donde está por jugarse el partido entre Argentina y Australia por los octavos de final del Mundial Qatar 2022.

Amable, uno de ellos se dispone a contestar algunas preguntas en relación al partido. La mayoría de los hinchas se ponen contentos cuando algún periodista se acerca. Porque les gusta contar su historia. Porque quieren expresar su punto de vista. En general, los amigos y acompañantes que no forman parte de la nota se ponen atrás a filmar la secuencia. Un recuerdo. Este señor también parece contento.

-Hoy se cumplen 1000 partidos de Messi; ¿cuál es el partido que más te acordás?

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-La final de la Copa América...el gol fue de Di María pero...me emociono...nosotros somos de Rosario, de la cuna de Messi, así que...es un cariño especial que tenemos con este chico. Es un chico que tiene tanta bondad...y aparte es el mejor jugador del mundo...¿cómo no me voy a emocionar?

Se le quiebra la voz, la garganta le empieza a temblar. Una lágrima recorre la mejilla izquierda. Frena unos segundos. Pide perdón, como si la reacción no estuviera del todo bien. 

La secuencia del señor podría ser un caso individual de una persona sensible que 'tambaleó' justo antes de un partido importante. Pero la sensación es que la gran mayoría de los argentinos que están en Doha atraviesa un mar de emociones que por momentos se convierte en un tsunami imposible de contener.

Los ojos de los argentinos están vidriosos desde que empezó el Mundial. Las manos tiemblan más de lo normal. La voz se destartala. El cuerpo retumba.

Hay un ambiente especial en Doha cada vez que juega Argentina, cada vez que los argentinos se reúnen, en un torneo al que llegaron muchísimos hinchas de países con menos tradición futbolera, sin tanta relación con la cancha, con menos folclore de 'hinchar'. Hay una energía que electriza, un sentimiento de fraternidad que en otros torneos no se hacía tan evidente.

Quizás sea la lejanía. Qatar, un país que desconoce el fútbol, es un desierto cubierto por pavimento y edificios relucientes. Por baños con pisos tan brillosos que parecen espejos. Por autos que no hacen ruidos y subtes que siempre llegan a horario, que ni siquiera tienen conductores. Por mujeres cubiertas que deslizan miradas curiosas y disimuladas. Los locales aprecian a los argentinos. Los ven saltar. Los ven gritar. Los ven abrazar banderas. Los ven amar. Los argentinos de Doha son embajadores de una forma de vida. La 'nuestra' adentro de la cancha, de amar a la pelota, cuidarla y tenerle cariño, también se refleja afuera. Un partido de fútbol es una fiesta de demostración, una misa abierta, una plegaria tras otra.

"A mí me genera un sentimiento de corazón...porque él juega con la camiseta, con el alma. Mirá, me emociono, disculpame...pero es un animal...la tiene tatuada la de Argentina", dice desde adentro del estadio un argentino con un gorro celeste y blanco y el escudo de Banfield. Con un grupo de familiares y amigos recorren Doha con dos banderas: una con la cara de Maradona del 86, con la figura de Garrafa Sánchez, talentoso símbolo del equipo del sur de Buenos Aires que murió en el 2006 en un accidente con la moto, convertido en ángel en el margen superior, y otra de Messi. 

El factor Messi es un enclave pesado. Los que están en Doha (y, también, los que están en Argentina, India, Bangladesh y el resto del mundo) parecen estar jugando y empezando a digerir su Last Dance, su adiós. Llegó el momento en el que los argentinos ya no esperan nada de él. Solo lo quieren disfrutar. En la tribuna, con la 10 en la espalda, un hincha mira al cielo, levanta los brazos y replica el típico festejo del capitán. Después del penal fallado ante Polonia, hubo una ovación instantánea y, cuando salieron de la cancha, fue unánime el sentimiento: "Que erre todos los penales que quiera, no importa". 

El mundo parece detenerse cada vez que agarra la pelota. El estadio vibra de una manera diferente. A los 35 años, Messi regula, camina, se desatiende del juego y desaparece por algunos minutos. Todo a cambio de hacer algo diferente cada vez que tiene el balón en sus pies. Entona el himno como si fuera el último, se abraza a sus compañeros con fuerza y mira hacia el piso avergonzado cuando la cancha grita que "de la mano de Leo Messi la vuelta vamos a dar". 

"Yo me quedo con el pase que le da a Lautaro al final. En vez de hacerlo él quiere que su compañero, que viene mal, haga el gol. Líder puro...de nuevo, es decir 'estamos liderados por un tipo que va más allá'", comenta uno de los jóvenes que emulaba el festejo de Messi adentro de la tribuna del estadio.

La cuestión país también se siente. Doha, una de las ciudades más caras del mundo, contrasta con cualquier lugar de Argentina. La riqueza de los qataríes, en zonas viip de los estadios (una 'i' más de la habitual, un confort aún más premium), en autos de lujo, en casas gigantes, choca. Allá hay un país apretado por el día a día, roto de hambre y con una pobreza que ya ataca las raíces. Es un país golpeado por una serie de factores arrastrados hace demasiado tiempo (malas gestiones, la pandemia, la guerra en Ucrania, el contexto).

Esa dicotomía, esa contradicción, también se percibe. De estar en un sueño completamente incoherente con la realidad. De haber hecho un esfuerzo por un amor casi imposible de explicar. De jugar con la tensión de que, si Argentina queda afuera, es un avión de regreso, un cachetazo sin preaviso y un regreso a la realidad. Una realidad que exprime a todos. En Doha no están solo los ricos.

Es una tormenta de pasión que ya no se va a frenar. La alegría de los hinchas a la salida del estadio donde se jugó el partido ante Australia era tan verdadera que los encargados de seguridad, siempre duros, sin concesiones y recios -probablemente una de las peores cosas del Mundial-, filmaban con sus celulares los gritos, abrazos y besos mientras esbozaban una sonrisa cómplice.   

Los argentinos en Doha están sensibilizados. Se emocionan por el orgullo de pertenecer, de ser. Imaginariamente toman de la mano a Messi y lo acompañan en su adiós. Riegan con lágrimas el desierto seco y polvoriento. Conscientes de su privilegio, lloran, convencidos que su relación con este amor es algo único, una de las pocas cosas que nadie puede sacarles, nadie puede robarles, nadie puede cuestionarles. Nadie puede decirles que algo es imposible. 

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