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Hay historias que se cuentan una y otra vez: la Mano de Dios, el Gol del Siglo, Maradona levantando la Copa en el Azteca. Están tan presentes en la memoria colectiva que casi parecen escenas de una película repetida.
Pero existen otras historias, más discretas, que aparecen en los márgenes de los grandes relatos. Episodios menores en apariencia, pero que terminan iluminando un torneo, un país o una generación desde un ángulo inesperado.
México 86 estuvo lleno de esos momentos: el calor del mediodía en la Ciudad de México, la altura que obligaba a Bilardo a planificar entrenamientos obsesivos, las conferencias de prensa en las que Maradona contestaba con frases lapidarias a periodistas incrédulos.
Y entre esas historias paralelas se encuentra una de las más pintorescas: la de las camisetas “truchas” que Argentina usó contra Inglaterra, adquiridas a último minuto en Tepito, el barrio bravo de la Ciudad de México.
Un Mundial bajo sospecha
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Para comprender la magnitud de esa anécdota, hay que retroceder a los meses previos. Argentina no llegaba a México 86 como candidata. Todavía pesaba el recuerdo del Mundial de España 1982, en el que la Selección defendió el título de 1978 con un fracaso estrepitoso. El equipo de César Luis Menotti se desmoronó en la segunda fase y Diego Armando Maradona, entonces joven promesa de 21 años, se fue expulsado contra Brasil tras una patada de impotencia.
La transición hacia el ciclo de Carlos Salvador Bilardo estuvo lejos de ser tranquila. Su propuesta táctica —un 3-5-2 que priorizaba el orden defensivo y la disciplina— fue vista por muchos como una herejía frente al ideal ofensivo y romántico del “Flaco” Menotti. La prensa argentina, siempre influyente, desconfiaba abiertamente de Bilardo: lo acusaban de ser defensivo, especulador, incluso de “matar la esencia” del fútbol nacional.
Los amistosos tampoco ayudaron. Resultados discretos, un equipo que no terminaba de cuajar y un clima de escepticismo generalizado. Algunos cronistas llegaron a escribir que el objetivo debía ser simplemente “pasar la primera fase y salvar la ropa”. El ambiente en Buenos Aires era pesimista, casi hostil.
Mientras tanto, el país vivía sus propios vaivenes. La joven democracia de Raúl Alfonsín trataba de consolidarse después de la dictadura militar, en medio de tensiones políticas y económicas. El fútbol, como siempre, era válvula de escape, pero también campo de batalla simbólico. En ese escenario, el Mundial aparecía como un espacio de catarsis y esperanza, aunque nadie apostara demasiado por el equipo.
Maradona, capitán y deuda pendiente
En medio de esas dudas, había una certeza: Diego Armando Maradona. A sus 25 años llegaba en plenitud física y con la capitanía asegurada. En el Napoli de Italia ya era ídolo absoluto, aunque todavía estaba en proceso de llevar al club hacia la gloria que alcanzaría más tarde. Pero en los Mundiales, Diego tenía una cuenta pendiente.
España 82 había sido un golpe duro: la expulsión contra Brasil, la eliminación temprana y la crítica despiadada. Para muchos periodistas, México era su “ahora o nunca”. Bilardo lo sabía y decidió construir el equipo alrededor suyo. No había plan B: todo giraba en torno a Diego.
“Estamos para pelear. Yo siento que este es nuestro momento”, recordaría el propio Maradona en entrevistas posteriores. Esa convicción no era una pose: era un mensaje que le transmitía al plantel y a un país incrédulo. Bilardo reforzaba la idea en los entrenamientos: “Diego es el eje, todos jugamos para potenciarlo”.
El desafío, sin embargo, no era solo futbolístico. Había factores externos: la altura de ciudades como Toluca y la Ciudad de México, el calor sofocante de los partidos al mediodía, la logística de un Mundial en el que los viajes y las instalaciones exigían soluciones rápidas. Y fue justamente en esa conjunción de obstáculos donde aparecería el episodio insólito de las camisetas.
El problema de las camisetas
El 22 de junio de 1986, Argentina debía enfrentar a Inglaterra en el Estadio Azteca por los cuartos de final. Era un partido cargado de simbolismo. Apenas cuatro años antes, la Guerra de Malvinas había enfrentado a ambos países, dejando heridas abiertas y un duelo de memorias que atravesaba a toda la sociedad argentina. Aunque oficialmente la FIFA insistía en que era “solo fútbol”, para los hinchas y para los propios jugadores estaba claro que se trataba de algo más.
En ese marco, la FIFA comunicó que Argentina debía jugar con camisetas oscuras para diferenciarse de la clásica blanca de Inglaterra. Un detalle técnico, en apariencia menor. El problema era que la Selección no tenía una indumentaria alternativa apta para el clima.
Las camisetas disponibles eran de algodón grueso, pesadas, prácticamente imposibles de usar bajo el sol del mediodía mexicano. Bilardo lo advirtió de inmediato: era un riesgo físico para los jugadores. Y en un partido tan exigente, cualquier detalle podía marcar la diferencia.
El propio Óscar Ruggeri lo recordó años después: “Fueron a Tepito porque Zelada conocía, mandó a un utilero con mochila y trajo una (camiseta) gruesa. Lo sacaron cagando pero teníamos que jugar… Fueron a buscar otras camisetas y esas sí gustaron”. El destino, caprichoso, había puesto a la Selección ante un dilema absurdo: jugar con camisetas sofocantes o salir a buscarlas en la ciudad. Y fue ahí donde entró en escena Tepito.
Tepito, mercado de lo posible
Tepito es un barrio emblemático de la Ciudad de México. Popular, vibrante, peligroso y fascinante a la vez. Conocido como “el barrio bravo”, se caracteriza por su comercio informal, su cultura callejera y su capacidad infinita para reproducir, imitar y reinventar. En los años 80, ya era célebre por la venta de productos pirata: desde películas hasta ropa deportiva.
En plena fiebre mundialista, las calles de Tepito estaban llenas de camisetas de todas las selecciones. Muchas eran imitaciones de calidad sorprendente, hechas en talleres locales con materiales más livianos que los oficiales. En esa búsqueda desesperada, un grupo de utileros argentinos —con el arquero suplente Héctor Zelada como guía— se internó en los pasillos del barrio.
Maradona lo resumiría tiempo después en una frase breve pero elocuente: “Yo pedía algo liviano… y consiguieron unas”.
La negociación fue rápida y casi surrealista. Los vendedores no podían creer que verdaderos integrantes de la Selección Argentina estaban comprando camisetas que ellos mismos sabían que eran “truchas”. Pero la necesidad mandaba. Había que resolver, y en ese momento lo falso se convirtió en salvación.
El hallazgo fue contundente: camisetas azules de poliéster liviano, con la marca Le Coq Sportif bordada, muy parecidas a las oficiales pero mucho más frescas. Eran, literalmente, la solución perfecta.
El toque final: las insignias cosidas a mano
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Con las camisetas en la concentración, quedaba un paso fundamental: transformarlas en oficiales. Había que ponerles los escudos de la AFA y los números. La tarea fue casi artesanal: planchas, agujas, hilo, tela recortada. Todo a contrarreloj.
Rubén Moschella, miembro del cuerpo administrativo, lo relató en la web de la AFA: la imagen de utileros trabajando de madrugada, cosiendo escudos que a veces quedaban torcidos, números mal alineados, diferencias notorias entre un jugador y otro.
Jorge Valdano lo evocó con detalle: “Apareció una camiseta azul brillante, con números plateados. Maradona dijo: ‘qué linda remera’. Nos sorprendió a todos”. Algunas quedaron prolijas, otras francamente improvisadas. Pero eso no importaba. Lo esencial era que el equipo tuviera camisetas livianas, aptas para soportar el calor del mediodía y afrontar el partido más cargado de historia y simbolismo de sus carreras.
Picardía en la cancha: la Mano de Dios
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El resto, como suele decirse, es historia. Con esas camisetas improvisadas, Argentina salió al campo del Azteca y escribió una de las páginas más memorables del fútbol mundial.
En el segundo tiempo, Maradona inventó la jugada que todavía divide opiniones: la Mano de Dios. Un salto, un manotazo disimulado y la pelota dentro del arco de Peter Shilton. Los ingleses protestaron con furia, pero el árbitro tunecino Ali Bennaceur convalidó el gol.
El gesto no fue casualidad. Fue picardía pura. Una jugada que, más allá de la polémica, sintetizaba un modo de entender el fútbol: ingenio, viveza, la capacidad de hacer lo inesperado. Lo mismo que había llevado al equipo a comprar camisetas en Tepito se trasladaba al césped en forma de un gol eterno.
El Gol del Siglo: arte y desparpajo
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Cuatro minutos después, Diego mostró el otro rostro de su fútbol. Tomó la pelota en su propio campo, superó a cinco rivales y definió ante Shilton con una serenidad escalofriante. Fue el Gol del Siglo, una jugada que todavía hoy se estudia en escuelas de fútbol y que ningún video logra capturar en toda su magnitud, porque lo que ocurrió en esos segundos fue también un estado de ánimo colectivo.
El estadio entero quedó hipnotizado: cada gambeta parecía una declaración de libertad, cada cambio de ritmo un desafío al destino. Maradona no solo corría con la pelota, cargaba sobre los hombros la ilusión de un pueblo que había sufrido y necesitaba un héroe. Ese contraste —la trampa ingeniosa y la obra de arte— condensaba el ADN del fútbol argentino: lo callejero y lo artístico, lo improvisado y lo sublime.
Y todo bajo la tela azul brillante que había llegado de un mercado popular. Esa camiseta, que nació como un parche de emergencia, terminó vistiéndose de eternidad en el gol más bello de los mundiales. Fue el instante en que lo humilde y lo grandioso se fundieron para siempre, demostrando que a veces los milagros del fútbol también se cosen con hilos invisibles.
Un Mundial de ingenio
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México 86 puede entenderse como un Mundial ganado con ingenio. Bilardo preparó cada detalle obsesivamente: desde los horarios de entrenamiento hasta la hidratación de los jugadores. Pero también hubo lugar para la improvisación creativa: la Mano de Dios, la camiseta de Tepito, las arengas improvisadas de Maradona.
Contra Bélgica, Diego repitió su magia. Contra Alemania, Valdano y Burruchaga sellaron la final soñada. Y en todas esas batallas, la Selección jugó con un espíritu que mezclaba disciplina táctica y picardía callejera.
Esa mezcla resultó clave: el orden de Bilardo mantenía a flote al equipo cuando el rival lo presionaba, y la chispa de Diego lo transformaba en invencible cuando había que romper líneas. Argentina nunca fue solo estrategia ni solo talento: fue la suma de dos visiones que parecían incompatibles, pero que en México encontraron armonía.
El legado de la camiseta azul
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La camiseta azul de Tepito nunca volvió a usarse. Fue un objeto único, irrepetible. Algunos ejemplares están en colecciones privadas, otros desaparecieron. Su valor es más simbólico que material: representa la capacidad de un grupo de resolver con ingenio lo que parecía un obstáculo insalvable.
Con el tiempo, esa prenda se convirtió en leyenda, casi al mismo nivel que los goles de Diego. Hoy, cualquier aficionado que vea esa camiseta azul brillante con números plateados no piensa en un producto callejero, sino en un símbolo de resistencia y picardía. Es un recordatorio de que la gloria muchas veces se teje con improvisación, con decisiones que parecen pequeñas pero terminan siendo decisivas.
En el imaginario argentino, esa camiseta ya no es “trucha”: es auténtica porque estuvo en el campo en uno de los partidos más significativos de la historia. Una camiseta pirata que se transformó en patrimonio cultural del fútbol.
Epilogo: del barrio bravo al Olimpo del fútbol
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Cada vez que se recuerdan los goles de Diego a Inglaterra, habría que recordar también a ese grupo de utileros cosiendo camisetas en la concentración. Porque sin esas prendas livianas, tal vez el calor hubiera pasado factura. México 86 fue grande porque tuvo a Maradona en estado de gracia, pero también porque tuvo pequeñas historias de ingenio popular que se integraron al relato. El barrio bravo de Tepito quedó unido para siempre al Olimpo del fútbol.
Ese es, quizá, el mayor legado de aquel episodio: mostrar que el fútbol no se juega solo dentro de la cancha. También se juega en los pasillos de un hotel, en un mercado callejero, en las manos de un utilero que borda un escudo a contrarreloj. En México 86, la gloria fue un tejido colectivo donde cada puntada, literal y metafórica, aportó a la epopeya.
Y así, entre la trampa y la genialidad, entre lo trucho y lo eterno, Argentina escribió una de las páginas más gloriosas de la historia. Una historia donde un barrio popular de la Ciudad de México se enlazó con la leyenda de Maradona y la memoria de todo un país.

