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La leyenda de Valentino Mazzola

El 27 de febrero de 1949 el capitán del Torino pactó, sin saberlo, su sentencia de muerte y la de sus compañeros. Después de golear a Portugal con la selección italiana le concedió a su amigo Francisco Ferreira, capitán del Benfica, su última voluntad como futbolista. En pocos meses colgaría las botas y quería que su despedida fuera a lo grande. Su deseo era que el equipo invitado en sus últimos noventa minutos fuera el mejor del momento, y ese era el Torino de Valentino Mazzola.

Los granata venían de ganar cuatro scudetti consecutivos e iban camino del quinto. Su objetivo era igualar los cinco campeonatos que había levantado la Juventus durante la década precedente. Sin embargo, el Torino lo conseguiría ninguneando a la oposición, pulverizando récords y estableciendo marcas de leyenda que todavía están por igualar. Los títulos permanecerán en los almanaques por siempre jamás. Pero nadie olvidará tampoco el trágico final que sufrió el que, para muchos, es el mejor equipo italiano de todos los tiempos.

Este equipo fue la visión del entonces presidente Ferruccio Novo, antiguo jugador del Torino, que quería dejar de vivir a la sombra de la Juventus. A veces para que los sueños se cumplan hace falta realizar alguna que otra locura, como la de arrancar al segundo entrenador del Arsenal, Lesley Lievesley, del cuerpo técnico que dirigía Herbert Chapman en Londres; o liberar de un campo de concentración nazi a un húngaro con ascendencia judía llamado Egri Erbstein, quien ya había ejercido como director técnico del conjunto turinés antes de la Segunda Guerra Mundial. Lievesley y Erbstein fueron los ideólogos de la máquina perfecta en la que se convertiría el Torino en poco tiempo aunando la innovadora táctica MW (3-2-2-3) con el fútbol asociativo de Hungría.

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Pero la revolución de juego y resultados no se produjo hasta el verano de 1942 con la llegada de Mazzola, un chico lombardo de veititrés años que se incorporaba procedente del Venezia, al que había llegado casi por casualidad mientras cumplía el servicio militar en la capital del Véneto. Antes, había jugado como aficionado en el equipo de la fábrica de automóviles Alfa Romeo en Milán, de la que era empleado.

Mazzola fue el primer futbolista total, antes incluso que Alfredo Di Stéfano. Era un interior izquierdo dotado de una visión privilegiada, teniendo en cuenta que el fútbol era un deporte con muy pocos años de vida, y de una técnica deliciosa. Además, encarnaba todo lo que se le pide a un capitán. Compromiso, capacidad de liderazgo y, sobre todo, sacrificio. Era capaz de morir por los demás. Le pueden preguntar a Andrea Bonomi, capitán del Milan durante la década de los 40. Con sólo seis años cayó al río Adda y habría muerto ahogado siendo un crío de no ser por la intervención de un chaval que se tiró al agua para salvarle la vida. Ese era Valentino Mazzola.

Huérfano y en un país en depresión (Italia perdió durante los años treinta sus últimas colonias a la vez que los tratados internacionales le negaban al país transalpino la soberanía sobre Dalmacia), Valentino se refugió en el fútbol. Cuando aceptó la propuesta del presidente Novo, fue el fútbol el que se refugió en él.

A partir de entonces, Mazzola y sus nuevos compañeros pasarían a contar las temporadas por campeonatos ganados. Sólo la Gran Guerra impidió que aquel equipo se proyectara al extranjero, pues con Europa devastada, no había tiempo para pensar en el deporte. El fútbol no se paró en Italia hasta 1943. Durante dos años dejó de existir el profesionalismo. Los aliados cercaban la Triple Alianza de la que Italia formaba parte. El país se olvidó del calcio. No lo hizo, en cambio, el presidente Novo, que evitó que sus jugadores fueran al frente consiguiéndoles empleos en la FIAT. Cuando el conflicto hubiera terminado, volvería a necesitar a sus figuras, que hasta entonces sólo habían levantado una liga.

Después de la guerra el Torino regresó como si nunca se hubiera ido. Con fúria, con la convicción de un toro que se sabe dueño del pasto, aplastando una y otra vez a unos rivales que entendieron rápidamente que, mientras Mazzola y sus compañeros estuvieran juntos, solo podrían luchar por la segunda posición de la tabla. Y durante tres temporadas más la trompeta de Oreste Bolmida volvió a sonar con fuerza en las gradas del estadio Filadelfia anunciando el quarto d’ora magico que precedía el cóctel de presión, velocidad, talento y fuerza con el que el Torino solía comerse a sus rivales.

Su superioridad era tanta, que incluso la azzurra, recientemente bicampeona del mundo, presentaba la práctica totalidad del conjunto granata en sus alineaciones. Sólo el portero, Bacigalupo, no era titular. Su puesto lo ocupaba el cancerbero de la Juve, Sentimenti IV, con quien mantenía un pulso por la titularidad.

Fue aquella misma tarde de febrero de 1949 en Génova, después del 4 a 1 frente a Portugal que Mazzola les explicó a sus compañeros que en mayo serían el invitado de honor en la despedida del fútbol de Francisco Ferreira, capitán del Benfica y de la selección portuguesa, aunque en esta ocasión lo harían vistiendo la camiseta del Torino.

El homenaje se disputó dos meses después, el 3 de mayo de 1949 en Lisboa, y, curiosamente, el Torino perdió por 4 a 3. El equipo pasó la noche en la capital portuguesa y por la mañana cogió el avión con destino a Barcelona, donde haría escala antes de volar hasta Torino. Fue la última vez que el Grande Toro pisó el suelo.

El 4 de mayo las condiciones meteorológicas aconsejaban desviar el trimotor FIAT G212 hasta el aeropuerto milanés de Malpensa para continuar el viaje por carretera habida cuenta de la intensa niebla que impedía cualquier tipo de visibilidad. Las circunstancias que se vivieron dentro del avión jamás se esclarecerán. Se dice que fueron los propios futbolistas, deseosos por regresar a casa, los que pidieron al piloto Pierluigi Meroni que intentara el aterrizaje en Torino.

A las 17.03 Meroni confirmó a través del altímetro que el aparato volaba dos mil metros por encima del nivel del mar y confirmó a las autoridades aéreas la inminente llegada de los invencibles. Sin embargo, el instrumento estaba estropeado, y el avión se encontraba realmente a sólo seiscientos metros de altura. A las 17.05 las autoridades no recibieron ninguna respuesta cuando instaron a Meroni a definir su posición. Un minuto antes, un estruendo había recorrido toda la ciudad. Era el Torino, que se despedía así de la gente a la que había dado tantas alegrías en un período oscuro como el de la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la posguerra. El avión se había estrellado frontalmente contra el muro de la Basílica de Superga. No hubo supervivientes.

El muro interrumpió los sueños del capitán Mazzola y de sus diecisiete compañeros: Valerio Bacigalupo, los hermanos Aldo y Dino Ballarin, Émile Bongiorni, Eusebio Castigliano, Rubens Fadini, Guglielmo Gabetto, Ruggero Grava, Giuseppe Grezar, Ezio Loik, Virgilio Maroso, Danilo Martelli, Romeo Menti, Piero Operto, Franco Ossola, Mario Rigamonti y Julius Schubert; de los técnicos Lievesley y Erbstein y del masajista Osvaldo Cortina; de los periodistas Renato Casalbore de Tuttosport, Renato Tossatti de La Gazzetta del Popolo y Luigi Cavallero de La Stampa; y del piloto Meroni y sus tres tripulantes, Celeste D’Inca, Cesare Biancardi y Antonio Pangrazi. Entre los restos, apareció el portamonedas de Bacigalupo. La foto que había de su gran rival en la lucha por la portería de la selección, Sentimenti IV, erizó el vello de toda Italia. El Torino ya era historia.

Hubo, sin embargo, quien se salvó de la tragedia. Fueron los que tenían que haber subido a aquel avión y no lo hicieron. El seleccionador Vittorio Pozzo, otrora íntimo amigo de Novo y que desestimó la invitación después del deterioro de las relaciones con el presidente, fue el encargado de identificar los cuerpos. También salvaron su vida el centrocampista Sauro Tomá, que se había quedado en Torino por culpa de una lesión de menisco; el portero suplente Renato Gandolfi, que había cedido su puesto a Dino Ballarin; y el capitán del equipo filial Luigi Giuliano.

Pero hubo alguien que, como el Torino, estaba llamado a cambiar el curso de la historia del fútbol y a quien el destino le impidió subir al avión. Se trata de Ladislao Kubala, que acabaría convirtiéndose en un ídolo en Barcelona. El genio húngaro había escapado hacía pocos meses del régimen de su país después de despuntar como profesional en el Ferencvaros y el Slovan de Bratislava y, a los veintidós años, había pactado jugar de forma puntual aquel partido de exhibición en Portugal con el Torino, que le había descubierto durante una gira del Hungaria, un equipo formado por exiliados hungareses y que entrenaba su cuñado Ferdinand Daucik, con quien acabaría compartiendo tardes de gloria en el estadio barcelonés de Les Corts. Justo antes de partir hacia Lisboa, Kubala supo que su mujer y su hijo habían logrado huir de Hungría, por lo que decidió acudir a Udine para reunirse con ellos.

Kubala pasó el resto de su vida llorando por los invencibles que, almenos por un partido, habrían sido sus compañeros. Desde el día de los funerales, al que acudieron medio millón de personas, hasta que falleció, el húngaro visitó periódicamente las tumbas de los jugadores y técnicos de aquel Torino que, por otra parte, acabó consiguiendo la meta de igualar los cinco scudetti consecutivos de la Juve. El equipo terminó el campeonato con su formación juvenil. Sus rivales, Fiorentina, Genoa, Sampdoria y Palermo, respondieron igualmente con sus equipos filiales. Los jóvenes granata les ganaron a todos y terminaron la temporada con cinco puntos más que el Inter, segundo clasificado. El Torino conseguía su quinto título y cerraba el círculo. Empezaba la leyenda.

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