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Exilio - Cómo la tetracampeona Italia se perdió en el camino y el peso de sus ausencias en la Copa del Mundo

Han pasado ya más de once años desde el cabezazo de Diego Godín en Brasil que dejó a Italia fuera del Mundial de 2014, eliminada en la fase de grupos bajo la dirección de Cesare Prandelli. Entonces, pocos —si es que alguien— podían imaginar que aquella sería la última imagen de la Azzurra, cuatro veces campeona del mundo, en el escenario más grande del fútbol.

En ese lapso, la selección italiana tocó fondo de una manera que parecía impensable. En 2017, por primera vez en 59 años, falló en clasificarse a una Copa del Mundo tras caer en la repesca ante Suecia. Pero el golpe no fue definitivo. Cinco años más tarde, el abismo se hizo aún más profundo cuando Macedonia del Norte, una selección modesta, truncó el camino rumbo a Qatar 2022.

La amenaza de quedar fuera del Mundial de 2026 volvió a despertar viejos fantasmas, con la posibilidad muy real de una tercera ausencia consecutiva. La gran paradoja es que, entre esos dos momentos más oscuros del fútbol italiano, llegó una de sus noches más luminosas: en 2021, el equipo dirigido por Roberto Mancini conquistó la Eurocopa, un título que no ganaba desde 1968, tras una final épica definida por penaltis ante la anfitriona Inglaterra.

Lo que parecía el inicio de una nueva era —una Squadra Azzurra renovada, moderna y competitiva— terminó siendo apenas una excepción. Incluso después del abrupto final del ciclo de Mancini, que sorprendió al mundo en agosto de 2023, ni siquiera Luciano Spalletti, uno de los entrenadores italianos más respetados de las últimas dos décadas, logró revertir la tendencia.

Primero llegó la eliminación temprana en la Eurocopa 2024, con una derrota en octavos de final ante Suiza que dejó una imagen preocupante. Luego, la caída en cuartos de final de la Liga de las Naciones, antesala de un inicio caótico en las eliminatorias rumbo al próximo Mundial: una dura derrota por 3-0 frente a Noruega y un triunfo ajustado ante Moldavia. El desenlace fue inevitable. Spalletti fue despedido y dejó a Gennaro Gattuso una misión casi imposible: clasificar directamente y evitar, a toda costa, una nueva repesca.

Spalletti ItalyGetty Images

¿Puede explicarse todo esto simplemente enumerando una cadena de malos resultados? ¿Basta con eso para comprender cómo un país que durante décadas fue referencia del fútbol mundial vuelve a asomarse al riesgo de quedar fuera de una Copa del Mundo, aplazando su regreso hasta 2030 y estirando su ausencia a dieciséis años?

La respuesta es no. Las causas de esta crisis prolongada —quizá la más profunda en la historia del fútbol italiano— son múltiples y complejas. Incluso más severa que los años grises de 1954, 1962 y 1966, o que la traumática no clasificación de 1958, esta decadencia hunde sus raíces en problemas estructurales y en una incapacidad sostenida para adaptarse a los cambios que transformaron el juego, tanto en lo táctico como en lo físico.

Pero hay un factor todavía más preocupante: Italia perdió su habilidad para identificar, formar y desarrollar talento. En su lugar, adoptó modelos de gestión que, con el paso del tiempo, demostraron ser ineficaces.

El título mundial de 2006, conquistado en Alemania, fue el punto culminante de una generación irrepetible que ya había rozado la gloria en torneos anteriores. Nombres como Gianluigi Buffon, Alessandro Nesta, Fabio Cannavaro, Andrea Pirlo, Francesco Totti y Alessandro Del Piero encarnaron una era dorada.

Sin embargo, aquella victoria por penales ante Francia, en Berlín, también marcó el inicio del ocaso. A partir de entonces, no solo la selección entró en un lento pero constante declive, sino que los clubes italianos también perdieron protagonismo en la escena internacional. Tras celebrar en 2007 los títulos de la Champions League y el Mundial de Clubes con el Milan, Italia no ha vuelto a conquistar ninguno de esos trofeos desde 2010, el año del histórico Triplete del Inter de Milán.

Italy World Cup 2006Getty Images

Ese mismo periodo también trajo la primera gran señal de alerta: el desastroso Mundial de 2010, en Sudáfrica, cuando los defensores del título, bajo la dirección de Marcello Lippi, cayeron precozmente. Desde entonces, clubes de la Serie A italiana han llegado a cuatro finales de Champions League (dos con Juventus, dos con el Inter), dos finales de la Liga Europa (una perdida por la Roma de José Mourinho en 2023, en los penales contra el Sevilla, y una conquistada espectacularmente por Atalanta en 2024), y tres finales consecutivas de la Conference League, con la victoria de la Roma en la primera edición, en 2022, seguida por las derrotas de Fiorentina en 2023 y 2024.

Además de estos logros, ha habido muy pocos resultados de mayor destaque, y existe la sensación de que la distancia con respecto a la élite europea no solo se ha ampliado desde la era dorada de los años 1990 y principios de los años 2000, sino que el equilibrio de fuerzas se ha invertido realmente.

Una comparación con la Premier League ahora es casi imposible. El Campeonato Inglés creó un abismo infranqueable, siendo el primero en percibir la revolución traída por la entrada de miles de millones en dinero provenientes de redes de televisión e inversores globales. Los clubes fueron forzados a reinventarse, ya no como asociaciones deportivas, sino como verdaderos negocios de entretenimiento, capaces de atraer capital de todos los rincones del mundo. Invirtieron primero en estadios modernos, diseñados para generar nuevas fuentes de ingresos (merchandising, restaurantes, tiendas, eventos), y luego en contratar a los mejores jugadores y entrenadores disponibles.

En Italia, sin embargo, la avalancha de dinero de los derechos televisivos —primero en liras, luego en euros— alimentó un ciclo vicioso, con los clubes enfocándose en gastos a corto plazo para mantener las apariencias, en lugar de construir un futuro sostenible. Ignoraron la infraestructura envejecida, dejando de modernizar estadios que se volvían cada vez más obsoletos y poco atractivos, incluso para aficionados extranjeros que ya representaban un mercado en crecimiento. Y dejaron de invertir en el desarrollo de las categorías inferiores, la propia base del futuro del fútbol italiano —y, por extensión, de la selección.

La llegada repentina de grandes sumas de dinero a principios de los años 1990 coincidió con otro cambio histórico: la Ley Bosman. Ella desencadenó una búsqueda desenfrenada por estrellas extranjeras —o presuntas estrellas— con la esperanza de aumentar la competitividad. Pero cambió profundamente el tejido del fútbol italiano. Equipos enteros de categorías inferiores, antes conocidos por producir talentos autóctonos, pasaron a ser llenados con jóvenes de todos los rincones del mundo, muchas veces elegidos por conveniencia económica en lugar de mérito. Entrenadores de base, bajo presión para ganar y ascender en la carrera, abandonaron la misión de desarrollar buenos jugadores (y personas) a través del deporte.

Esta es una de las principales razones para la crisis de las últimas dos décadas y por el intervalo entre las últimas dos apariciones de Italia en Copas del Mundo. ¿Cómo es posible que un país que, en todas las eras del posguerra, haya producido jugadores del más alto calibre, ahora tenga dificultad en montar una selección verdaderamente competitiva —con tan pocos talentos buscados en todo el mundo?

Arsenal v Crystal Palace - Premier LeagueGetty Images

Solo en los últimos años, el fútbol italiano ha visto cómo jugadores como Marco Verratti, Gianluigi Donnarumma, Riccardo Calafiori, Guglielmo Vicario, Sandro Tonali, Destiny Udogie y, más recientemente, Federico Chiesa, Giacomo Raspadori, Matteo Ruggeri y Giovanni Leoni salieron del país en busca de oportunidades y reconocimiento en otras ligas. Durante décadas, los altos salarios en casa y cierta resistencia cultural a probarse en el extranjero mantuvieron a la mayoría de los futbolistas italianos dentro de la Serie A, con contadas excepciones como Gianluca Vialli, Paolo Di Canio y Gianfranco Zola en Inglaterra, o Christian Vieri en España.

No es casualidad que el último gran éxito de Italia, la Eurocopa de 2021, se haya construido alrededor de jugadores formados —o al menos consolidados— fuera del entorno doméstico. Donnarumma, Jorginho y Verratti elevaron su nivel gracias a experiencias en ligas más exigentes, lejos de la comodidad de la Serie A.

Hoy, mientras la Azzurra intenta regresar a la Copa del Mundo tras años de ausencia, vuelve a depositar sus esperanzas en futbolistas con mayor recorrido internacional: Donnarumma, ahora figura del Manchester City tras hacer historia en el Paris Saint-Germain; Calafiori, pieza del Arsenal; Tonali, eje del mediocampo en el Newcastle; y Moise Kean, quien, después de etapas irregulares en PSG y Everton, encontró estabilidad en la Fiorentina.

Son todos buenos —incluso muy buenos— jugadores. Pero, con la excepción de Donnarumma, pocos pueden ser considerados auténticos cracks. Aquellos futbolistas diferenciales que antes abundaban en la Serie A y nutrían a la selección nacional se han convertido en una especie en peligro de extinción.

En la generación actual resulta difícil señalar, más allá del guardameta, a un jugador capaz de consolidarse como titular indiscutido en uno de los grandes clubes de Europa. Esta carencia de talento de élite es el reflejo de un sistema que no ha sabido adaptarse a los tiempos: una cultura futbolística que ha dejado de poner al talento puro en el centro del proyecto y que, además, ha carecido del coraje necesario para confiar en sus jóvenes.

Italy v Estonia - FIFA World Cup 2026 QualifierGetty Images

Muchos, pese a trayectorias prometedoras en las categorías formativas de clubes y selecciones, acaban relegados a la Serie B o C simplemente para sumar minutos, o se ven obligados a emigrar en busca de rodaje. Ese fue el camino de Francesco Pio Esposito, el nuevo delantero del Inter, que brilló la última temporada cedido en el Spezia, se ganó un lugar en el primer equipo y marcó su primer gol con la selección italiana ante Estonia. Nacido en 2005, Esposito ya carga con comparaciones tan pesadas como inevitables con figuras del pasado como Christian Vieri o Luca Toni. Por ahora, sin embargo, sigue siendo una excepción más que una tendencia dentro de una cultura futbolística que todavía asocia juventud con fragilidad.

Otro caso es el de Giovanni Leoni, la nueva esperanza defensiva del país. Antes de sufrir una grave lesión en su debut con el Liverpool, en la Carabao Cup, había llamado la atención en el Parma y desatado una puja entre Inter y Milan. Nacido en 2006, su traspaso por 30 millones de libras sería una operación habitual en la Premier League, pero se percibiría como casi temeraria para cualquier club de la Serie A.

Junto a ellos aparece Francesco Camarda, el debutante más joven en la historia de la Serie A, cuyo desarrollo fue acelerado por el Milan en uno de los períodos más complejos de los Rossoneri. Bajo la tutela de Zlatan Ibrahimović, Camarda fue cedido al Lecce en busca de minutos y madurez competitiva en un entorno menos exigente. Tras brillar con la selección italiana campeona de Europa sub-17 en 2024, su objetivo es regresar al Milan y consolidarse como opción para la Azzurra, quizás en la Eurocopa de 2028 o incluso en el Mundial de 2030, más que en el de 2026 en Canadá, México y Estados Unidos.

Esposito, Leoni y Camarda representan tres rostros del futuro del fútbol italiano. Pero también encarnan un desafío más amplio: reconectar con una nueva generación de aficionados. En los últimos años ha surgido una tendencia preocupante: cada vez menos jóvenes en Italia eligen el fútbol como su deporte principal. La aparición de nuevos ídolos nacionales en otras disciplinas ha desviado parte de la atención, con figuras como Jannik Sinner y Matteo Berrettini en el tenis, Sofia Goggia y Federica Brignone en el esquí, y el resurgimiento de las selecciones italianas de voleibol.

Gennaro Gattuso ItalyGetty Images

En este escenario cargado de contradicciones y dificultades, el seleccionador Gennaro Gattuso vive bajo una presión constante. Un nuevo fracaso no solo sería un golpe deportivo, sino el impacto definitivo sobre un sistema político y administrativo que en los últimos años ha ofrecido resultados decepcionantes, escasas reformas estructurales y que ahora arriesga su credibilidad en una ley largamente prometida sobre los estadios.

Se trata de una reforma clave para modernizar la infraestructura del fútbol italiano de cara a la Eurocopa de 2032, que Italia organizará junto a Turquía. La interminable y desgastante saga del nuevo San Siro, en Milán, así como los proyectos de estadios en Bolonia, Florencia, Roma y Nápoles, se han convertido en asuntos casi tan cruciales como evitar una tercera ausencia consecutiva en la Copa del Mundo.

Para el fútbol italiano, el momento de la verdad es ahora.

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