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Una leyenda indestructible

A la brava. A la tremenda. Como mandan los cánones de su historia. Con una sobredosis de adrenalina, con un chute de ilusión y un relato esculpido en sudor y raza. El Sevilla , otra vez en una final de Europa League. La séptima, después de una eliminatoria tremenda, tumbando a la todopoderosa Juve, la del colmillo retorcido, el oficio y la chequera. Ni el arbitraje infame de Makkelie ni la calamitosa performance deVan Boekel pudieron con un equipo todo arrestos, todo cuello, todo dignidad.¿Otra vez? Sí, otra vez. Apoyado en la muleta de un Nervión volcánico, el Sevilla se arrimó al toro, completó una faena de época y salió a hombros de la arena hispalense. Suso puso la magia, Acuña la casta, Navas la rabia, Óliver la categoría, Rakitic la jerarquía, Fernando el sacrificio y Bono, la dosis milagrera.Del resto se ocupó un artista, Erik Lamela. Mi compañero Manolo Nieto le entrevistó antes del partido y le preguntó si se imaginaba marcando el gol decisivo. Esa noche, Erik soñó que hacía ese gol. Y horas más tarde, el sueño se hacía carne con un frentazo seco y potente, que hacía retumbar Nervión. Un gol inmortal para la nación sevillista. Como el de Puerta. Como el de Palop. Próxima estación, Budapest.   

Meses atrás, hacía mucho frío en Sevilla. Nadie creía, todo había que quemarlo, todo se había hecho mal y en plena tormenta, lejos de pedir calma, apareció la cofradía del santo reproche, con una cerilla y un bidón de gasolina. La de siempre, como nunca. Envuelta en sed de poder, en un ‘yoísmo’ cainita, cavando la eterna trinchera de las acciones y las guerras intestinas. El club era una ruina, decían. Había que tirar competiciones, decían. Fin de ciclo, decían. Con las esquelas, fusilamientos y sepelios programados, con media ciudad pidiendo sangre, Pepe Castro y Monchi tiraron de freno de mano. El club se recompuso, tuvo la humildad de reconocer errores y a pleno pulmón, se puso de pie. Sin victimismo, sin excusas, sin bajar los brazos. Regresó a la casilla de salida, volvió a empezar, se superó a sí mismo y volvió a demostrar que es un club sano, indomable, forjado en un sentimiento indestructible: la exigencia del creyente. 

La inagotable fábrica de milagros topó con un filón vasco. Mendilíbar, el ‘tontolaba’ que llegaba para tres meses, encontró una pepita de oro en mitad del barro, recuperó la cultura del chándal, impuso el sentido común y aparcó los inventos. Su chispa adecuada provocó un incendio de ilusión. Sacó el sofá de la cocina, luego el fregadero del salón y después, la cama del cuarto de baño. Partido a partido, Sevilla volvió a tener un color especial y los aficionados recuperaron la ilusión perdida. Del sufrimiento al gozo. De la miseria a la esperanza. De los inquisidores a los ‘Mendilibers’. De los que disfrutaban la presunta muerte del Sevilla a los que ahora temen su resurrección. Del olor a Segunda a la púrpura eterna del maestro Araujo y sus retransmisiones en La Macarena. Del miedo a dejar de ser al orgullo de seguir siendo. De la nada al todo. Del suelo al cielo. Dicen que nunca se rinde. No es un eslógan barato. Es una realidad. Nunca se rinde. Y su leyenda es indestructible.

Rubén Uría

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