
Al final, el enésimo desencuentro entre presidente y capitán, se resolvió como cabía esperar, tal y como comentó mi amigo y compañero Alberto Piñero hace unos días en Goal. La situación no era insalvable y existía la posibilidad de dar marcha atrás, recular, matizar o hasta renegar, porque ambos, en realidad, se necesitan. Incluso más de lo que les gustaría. En la relación entre Florentino Pérez y Sergio Ramos, si es que a alguien le interesa a estas alturas de la vida, del fútbol y del periodismo, conviene distinguir entre información y opinión. Hechos consumados y probados, incluso refutados por ambos protagonistas, son que hubo una reunión cordal entre ambos, que en el transcurso de ese encuentro, Ramos le hizo saber a Pérez que tenía sobre la mesa una oferta de un club de China que ascendía a más de 30 millones de euros por temporada, pero que ese equipo no podía pagar una cantidad en concepto de traspaso. Hoy, Ramos asegura que no planteó irse del club, que anhela retirarse en el Real Madrid, que jugaría en ese equipo gratis, que la relación con el presidente es la de un padre y un hijo -cuando en realidad, es de empleado a jefe-, que hubo momentos de tormenta, que nunca se ha borrado para no jugar y que su sueño pasa por seguir de blanco. Hasta ahí la información.
Ahora, la opinión. Sea cual sea el grado de cólera de uno y otro, Florentino no desea que Ramos se marche del Madrid y Ramos no quiere abandonar un club que siente en carne propia. Quizá por eso, Sergio Ramos, públicamente, no ha querido asumir que fue su presidente el que en una radio aseguró que él quería irse a China gratis o en todo caso, ha preferido no darse por enterado. Es más, ha negado la mayor. Es posible que nadie repare en que el testimonio del jugador desmiente la versión presidencial y es factible que al presidente le importe eso entre poco o nada, porque antes había dicho lo que tenía que decir y donde tenía que decirlo, también en público. O es mentira que Ramos pidió irse gratis o es mentira que Ramos trasladó la oferta pero no quería irse. Las dos cosas, por desgracia para presidente y capitán, son incompatibles. Eso sí, es posible que ambas partes, que manejan los suficientes resortes mediáticos para airear sus desencuentros, rebajando o agravando sendas versiones de los hechos, hayan creído conveniente una tregua.
Hasta tiene sentido pensar que ambas partes, conscientes del tamaño del incendio que han formado recurriendo a diferentes confidentes periodísticos que han avivado las llamas por expreso deseo de los participantes, hayan optado por una solución de emergencia: interpretar el papel de bomberos para salvarse del fuego y dejar que se quemen sus ingentes confidentes, es legión de satélites informativos que se arrogan la capacidad de interpretarles. En realidad, en la relación entre capitán y presidente, el orden de los factores nunca altera el producto: unas veces se encariñan, otras se enfrentan y siempre hacen las paces. Es el cuento de Pedro y el lobo: consiste en escenificar una suerte de “guerra fría”, suavizada o tensa, a gusto de la fuente y del consumidor, donde ellos siempre se salvan y lo único que muere es la credilidad de los que ponemos altavoz a sus aventuras y desventuras. Uno podría seguir escribiendo más líneas sobre el asunto, pero acaba de recibir el mensaje de un viejo amigo, ya retirado de la profesión, con una capacidad extraordinaria para contextualizar la situación: “Paripé”.
Rubén Uría


