Goal"No hay dinero que pague el placer de verte jugar aquí". Aquella frase salió de la boca del presidente sevillista, Ramón Sánchez-Pizjuán, para referirse a Juan Arza. Eran los años cincuenta. Medio siglo después, no hay dinero que pague el placer que siente la familia sevillista cuando La Giralda presume, orgullosa, de poder ver jugar a Banega en Nervión. Entre otras cosas, porque Éver Maximiliano David Banega Hernández, de profesión, futbolista de época, es uno de los elegidos del imaginario colectivo hispalense. Un gran reserva que, como los buenos vinos, mejora con los años. Introvertido fuera del césped y general acorralado dentro de la cancha, Banega devuelve al espectador el precio de cada entrada. Metrónomo indiscutible, dueño de la pelota y conocedor de sus secretos, el argentino es el GPS del equipo. Si el Sevilla necesita reposo, él frena. Si el rival sufre, él acelera. Su gran cualidad: marcar los tiempos. En los despachos y en el verde. El rosarino responde al arquetipo del buen futbolista. A ese que ha nacido con el don y el regalo divino de, como decía Cruyff, hacer fácil aquello que es difícil. Si alguien se pregunta qué es jugar bien, sabe que eso no está en los libros. Y sin embargo, salir de dudas es muy fácil: basta ver jugar a Banega. Tiene manejo, quite, presencia, elegancia, visión y un talento natural en la toma de decisiones. Si no tiene un buen día, es la referencia del equipo. Y si está inspirado, no se equivoca ni a palos.
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Durante más tiempo del que le habría gustado fue etiquetado como un genio incomprendido, como un nómada del balón, como un jugador incapaz de echar raíces. Craso error. Don Éver encontró su lugar en el mundo nada más aterrizar en Sevilla. El don divino de la paternidad, sumado al cultivado de la madurez, dieron paso a un Banega equilibrado y sereno. Cayó de pie en el club y descubrió que, en el fútbol, como en la vida, existe el amor eterno. Hechos el uno para el otro, club y jugador, jugador y club, sostienen su relación en una confianza mutua inquebrantable. Su contrato es papel mojado, porque lo que une y revitaliza esa relación es una suerte de diario íntimo. No hacen falta cláusulas, remuneraciones, ni firmas. Basta un apretón de manos y un abrazo. El Sevilla está hecho para Banega y Banega está hecho para el Sevilla. La institución, como el futbolista, son únicos. No presumen de ser los mejores, porque su identidad consiste en ser diferentes. Banega transmite la sensibilidad artista y el embrujo que siempre adornó el ADN pelotero del Sevilla. Y el Sevilla transmite la serenidad y calor que siempre necesitó Banega para sentirse en casa. Nacidos para entenderse, para complementarse y retroalimentarse, tanto el club como el argentino encajan en una única pieza. Nunca el Sevilla tendrá un mediocentro así y nunca Banega encontrará un club así. Nunca Éver jugará como en Nervión y nunca Nervión disfrutará de un jugador así, puro potrero.
Dicen que el Sevilla nunca se rinde y Banega está hecho de ese material. Condenado a reinventarse, a enmendar sus errores y mostrar lo que realmente lleva dentro, el argentino se ha integrado en el corazón del sevillismo y se ha comprado una parcela allí. Nunca será olvidado y siempre será respetado. Particular donde los haya, reservado con la opinión pública y extrovertido en el vestuario, Banega responde al perfil del hombre tranquilo, satisfecho de sí mismo: nunca una mala palabra, siempre una buena acción. Rey del futtock, hincha leproso y dueño de una personalidad arrolladora en el campo, Banega es una institución. Le contemplan más de 200 partidos con la camiseta hispalense. Un salvoconducto directo para ingresar, por derecho propio, en el selecto club de soldado universal del sevillismo. Hablar de Banega es hablar de una dimensión eterna que trasciende lapsos temporales. Don Éver pertenece al club del carismático Antonio Puerta, de la zurda de oro de José Antonio Reyes, del falto lento Kanouté, de la locomotora humana Dani Alves y del pequeño gran hombre Jesús Navas.
Y cuando decida colgar las botas, porque tiene tanto talento que el fútbol jamás le abandonará, será recordado como parte del mural legendario del sevillismo, como inquilino del panteón sagrado de leyendas como Arza, Busto, Campanal, Lora, Álvarez, Montero o Pablo Blanco. Rey de copas, coleccionista de ovaciones, emperador del buen juego, Banega es bandera sevillista, herencia que se traslada, por los intestinos gruesos de Nervión, de padres a hijos. Su fútbol de terciopelo, sus pases cartesianos, su liderazgo y su capacidad para trasladar el balón forman parte de la memoria de un club cuyos grandes secretos coinciden con los del argentino: ambiente familiar y humildad extrema. Pepe Castro lo sabe, Monchi lo sabe, Lopetegui lo sabe, el vestuario lo sabe y el sevillismo de a pie también lo sabe: no hay dinero que pague el placer de ver a Banega en el Ramón Sánchez-Pizjuán.
Rubén Uría


