GoalCuentan que cuando Juan Domingo y Eva Perón llegaron en visita oficial a España en 1947, dedicaron los 18 días a viajes, recepciones y compromisos varios con los que el régimen tuvo a bien salpimentar los fastos. La última parada de Evita antes de partir a Roma para acudir a una audiencia con Pío XII tuvo lugar en Barcelona.
La entrada a la Ciudad Condal la realizó en tren y quiso el franquismo que la primera dama argentina no tuviera que contemplar el paisaje de un humilde barrio de barracas y chabolas de reciente creación, por el que indefectiblemente tenía que pasar el caballo de hierro. Para que la vista de doña Eva no sufriera ante tamaña pobreza, los próceres de la situación forraron las orillas de la vía con telas que simulaban unos paisajes más amables. Aquel barrio barraquero, se quedó para siempre con el apelativo de La Perona, que es como se le conoció en Barcelona hasta su desaparición en 1989, justo antes de los Juegos.
No es algo de lo que se hablara abiertamente en los corrillos rojiblancos, pero quien más, quien menos se maliciaba con que Marcelino se habría de caer del guindo más pronto que tarde. Han tenido que transcurrir tres meses desde que el de Careñes llegara a orillas del Nervión, para que el técnico del Athletic se haya dado de bruces con la realidad.
Seguramente nadie se tomó la molestia de explicarle las conocidas estrecheces que esconde el alma de la plantilla el día de las grandes citas. Una suerte de miserias que impiden que se reconozca a los leones el día D a la hora H. Pero no son los futbolistas los únicos depositarios de esa crítica tan sencilla –aunque real– que supone ponerles frente al espejo con sus actuaciones en las jornadas de la verdad. Aquí, también se habrá escogido, como en el caso de La Perona, utilizar distintos cortinones para disimular los rotos. Que el recién llegado no se asustara y quisiera ponerse a correr sin rumbo definido.
Si el Athletic cae una y otra vez en las finales de Copa no es solo porque sus rivales sean a priori mejores. Tiene que ver con la falta de exigencia que de unos años a esta parte les ha inoculado la masa social, los aficionados, la prensa local, las sucesivas juntas directivas y hasta los políticos, llegado el caso. Como si para los once aldeanos sirviera con morir en la orilla de la final, como estación término de un trayecto inacabado. Como si por haber escogido una idiosincrasia única, los miembros del conjunto estuvieran eximidos de dar el último y más valioso do de pecho. Y así, un año y otro, la superposición de la benevolencia que exhalan todos los focos referenciales, acaba por hacer callo en los protagonistas del balón.
Esta semana, Marcelino se ha dado cuenta de que su colectivo no lleva de serie la rabia debida para plantarse con la bayoneta y los ojos inyectados en sangre frente al sursum corda. Y que quien resista, gane. No lo llevan en el chip. Hace tiempo que no se lo exige nadie. Su capacidad se evapora al llegar a las puertas del último asalto. La realidad es terca pero cierta. Bienvenido, ahora sí, Marcelino.




