Roberto Carlos no es simplemente un ícono: es el Ícono. No solo desde lo futbolístico, sino también —y sobre todo— desde lo cultural, lo publicitario y el universo de los videojuegos. Quienes tuvieron la fortuna de alinearlo en ataque durante su adolescencia, en los primeros Pro Evolution Soccer, para explotar su velocidad descomunal y la potencia de su disparo, saben exactamente de qué estamos hablando.
Pero más allá de los tiros libres, de su estatus único e inimitable, se habla demasiado poco de lo que fue realmente la carrera de Roberto Carlos como futbolista. Una trayectoria clamorosa. Irrefutable tanto en números como en títulos: cuatro campeonatos de Liga, tres Champions League, dos Copas Intercontinentales, un Mundial y dos Copas América.
Con la camiseta del Real Madrid marcó 69 goles, convirtiéndose en el defensor más goleador de la historia del club solo por detrás de Hierro y Sergio Ramos, y prácticamente sin ejecutar penales —apenas dos con los Galácticos—. Fue elegido mejor defensor de la Champions League durante dos años consecutivos y, en 2002, terminó segundo en el Balón de Oro, solo por detrás de su compañero y amigo Ronaldo.
Cuatro años más tarde se convirtió, además, en el jugador no nacido en España con más partidos disputados con la camiseta blanca, superando nada menos que a Alfredo Di Stéfano. Un ganador nato. Y quizá uno de los futbolistas brasileños más constantes y regulares de todos los tiempos, capaz de sostener al menos una década completa al más alto nivel.
En definitiva, en su pequeña estatura habitó uno de los más grandes de la historia. Por interpretación del rol y por características irrepetibles. Un futbolista monumental que trasciende el ícono generacional. Un ejemplo para cualquiera que quiera empezar a jugar al fútbol, hoy cada vez más estandarizado y encorsetado en conceptos que dejan poco espacio al talento puro, a la magia, a la posibilidad de ver nacer a un nuevo Roberto Carlos.
En realidad, no. Eso es imposible.