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El Valencia conquista la Copa y el Barça acaba desangrado en Sevilla

Ruben Uría Blog

Bjon Borg, el vikingo de hielo, dijo en cierta ocasión: “Si tienes miedo de perder, no mereces ganar”. Al Barça se le aparecieron los fantasmas europeos, tuvo un ataque de pánico y la quinta Copa del Rey, oportuno bálsamo de Fierabrás para las heridas de Anfield, se le escapó como se escapa el humo entre los dedos de un fumador. Pesó más su miedo a perder que su ambición por ganar y el Valencia, con el ánimo por las nubes y la moral en la estratosfera, le destrozó a campo abierto. Mustio y magullado, el Barça cayó ante un Valencia vigoroso, que convirtió su ilusión en goles. El Barça, lastrado por las bajas, cayó lentamente, como caen las hojas de los árboles en otoño, para desencanto de su hinchada y alerta en los despachos. Dicen que el miedo es como el fuego: si lo controlas, te calientas y sobrevives; pero si el miedo te controla a ti, te quema y te destruye. Y el Barça acabó calcinado entre las llamas de un incendio que no supo controlar. Messi no lo merecía. El Barça, por su pereza y fragilidad en el primer tiempo, sí. 

El guión fue el previsto: el Barça escogió la posesión y el Valencia, los espacios. El primero la usó de forma retórica y el segundo, para golpear con un mazo. A los cinco minutos Rodrigo desperdició un mano a mano ante Cillesen, se recreó en el regate y disparó flojo, permitiendo a Piqué conjurar sobre la línea de gol. Fue el primer y último aviso para el Barça de Valverde, psicológicamente roto. La brecha se hizo más explícita cuando Paulista cambió el juego, Gayá rompió al espacio, levantó la cabeza y encontró a Gameiro, libre de marca, que la mandó a guardar. Cuando el Barça intentó no bajar los brazos, llegó la segunda sacudida. Soler le ganó en carrera a Alba – vivir para ver-, la puso con veneno y Rodrigo, libre de marca porque Semedo había hecho parada y fonda en el estanco, cabeceó a bocajarro el segundo gol. Con el Valencia convertido en el fantástico hombre-bala en cada transición y los futbolistas del Barcelona paralizados, espantados y convertidos en muertos vivientes, llegó el descanso. Antes, Jaume, como buen gato de Almenara, sacó una mano felina para atajar un tiro envenenado de Messi, el único azulgrana que tuvo personalidad, hambre, deseo y fútbol. Rumbo a la caseta, con Rodrigo, Gameiro y Gayá apuñalando la espalda azulgrana, el Valencia supo interpretar que tenía un botín de oro y la Copa amarrada. El Barça, que se había dejado el alma en Anfield. Durante estos años, los aficionados se preguntaban cómo de profunda era la soledad de Messi cuando jugaba con la camiseta de Argentina. Esta noche, el Barça fue Argentina y Messi, más sólo que el general Custer en la batalla de Little Big Horne, sufrió un tormento inmerecido.

El segundo acto sirvió para que Valverde, que tiene más de un pie fuera de Barcelona, quisiera agitar la coctelera buscando soluciones. Al campo, Vidal – carácter- y Malcom – desborde- para arreglar lo que parecía roto. El Barça, al borde del precipicio, apeló al orgullo. Lo buscó y lo intentó, pero sin éxito. Messi, rebelde con causa, estrelló una pelota contra el palo. Y cómo no, Messi, otra vez, recogió un rechace del palo para meter al Barça, de lleno, en la final. Quedaba media hora y el Valencia, en la trinchera, dejaba morir el partido para fiarlo todo a una contra definitiva. Ni la lesión de Parejo, sublime durante el partido y la temporada, mermó la fe valencianista. Con Malcom el Barça ganó desborde y sin Parejo, el Valencia perdió control y equilibrio. Regaló campo y balón, pero el equipo ché, entregado al arte de defender, tuvo toda la experiencia y veteranía que se le negaban en la previa: supo lastimar cuando debía, nadar cuando lo necesitaba y guardar la ropa cuando sufría. Connotaciones de campeón. El Barça tiró el primer tiempo, salió dormido y cuando quiso despertar de la pesadilla, ya era demasiado tarde.

La Copa fue una metáfora de dos trayectorias opuestas: el Barça fue de más a menos y el Valencia, de menos a más. El primero se llenó la boca con el triplete y acabó el curso paralizado por el miedo. El segundo se pasó la temporada en el alambre y a la hora de la verdad, acabó rozando el cielo.Hace unos meses, algunas voces críticas exigían la cabeza de Marcelino. Hoy, el asturiano es el gran triunfador de fin de curso. Convenció a unos jugadores que no tenían cara de campeones de que lo eran y en apenas dos años, ha invertido la tendencia del club: heredó un equipo destrozado y ha devuelto un campeón en el año del Centenario. Mestalla necesitaba despertar a un gigante dormido. Marcelino fue la alarma que puso en hora el despertador. Amunt, Valencia.

Rubén Uría

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