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Marcelino Garcia Toral Barcelona Valencia Copa del Rey 25052019Getty

Amunt, Jorge

Ruben Uría Blog

Sucedió el pasado mes de mayo. Fue durante el “Especial Tribuna Deportiva” de Radio Levante 97.7, un programa y una radio entrañables. A mi lado estaba Jorge, mi “enano infiltrado” – el hijo del gran Jesús Bernal-, a mi izquierda estaba Carlos Bosch y mi derecha, Héctor Gómez. Y enfrente, el entrenador del VCF. Marcelino García Toral había completado una temporada magnífica, el equipo se había metido en Champions de nuevo y aunque nos trató con una educación exquisita, quise ponerle en un brete delante de un auditorio repleto de sentimiento valencianista. A Marcelino, un tipo con los pies en la tierra, todo prudencia, le dije que nos veríamos en el mismo sitio y por las mismas fechas esta temporada, pero que la escena cambiaría, porque volveríamos a charlar, pero con un título sobre el escenario. La gente rompió a aplaudir, Marcelino esbozó una sonrisa, comentó que no podía prometer eso, pero que haría todo lo posible. Se despidió con una ovación cerrada y antes de irse del auditorio, me miró y levantó el pulgar. Aceptaba el desafío. Y era gigantesco. 

Hoy, un año después, el Valencia CF, liderado por Marcelino García Toral, es Campeón de Copa en la temporada de su Centenario. El asturiano convenció a unos jugadores que no creían que eran campeones de que sí lo eran y en un periodo récord de dos campañas, clasificó al equipo para jugar dos ediciones consecutivas de la Champions, alcanzando por el camino unas semifinales europeas y conquistando un título. Eso no pasaba en el club desde 2008, cuando generaciones de valencianistas habían pasado dos lustros completos de travesía por el desierto. El triunfo de Marcelino y su vestuario es doble: primero, por el éxito deportivo; segundo, por cómo se ha fraguado. De menos a más, el Valencia se acostumbró a vivir haciendo equilibrios en el alambre, a jugar partidos a cara de perro, a saber que no tenía el más mínimo margen de error para cumplir con las exigencias del club, que había hecho un esfuerzo económico para seguir creciendo. La senda estuvo trufada de complicaciones: una pertinaz sequía goleadora, una terrorífica racha de empates y la angustia de ver la cuarta plaza a 12 puntos, generaron un ambiente crispado y pesimista. Hubo quien dudó, quien dejó de creer, quien dijo que la temporada se había tirado a la basura y no faltaron voces críticas que, números en la mano, clamaban por la cabeza de Marcelino. El asturiano apretó los dientes y el vestuario decidió matar o morir por él. Mateu Alemany aguantó la presión y no cedió a las tentaciones de un despido fulminante. Y Mestalla, en una lección de madurez, aparcó los reproches, respaldó al entrenador y siguió creyendo que lo que parecía imposible podría ser posible. Frente a la crispación, serenidad. Ante la adversidad, unión. Y partido a partido, el Valencia fue recomponiendo la figura, acercándose a los objetivos y superando pruebas de estrés. Meses después, los hechos son los que son: el Valencia CF, que fue de menos a más, es campeón de Copa.

Desde el primer día que Marcelino llegó al banquillo valencianista, era consciente de dos aspectos: primero, necesitaba poner en hora el reloj de un gigante dormido; segundo, tenía que curar al club de la peor enfermedad que puede tener una entidad grane, acostumbrarse a las decepciones. Así que Marcelino, con más trabajo que buena prensa y más dedicación que postureo, se puso manos a la obra. Construyó un equipo armado de atrás hacia adelante, rearmó moralmente a jugadores que no tenían confianza, contrató varias piezas y edificó un equipo fiel a las virtudes históricas que le adornaban en su época dorada: organización, defensa de roca, espíritu combativo, transiciones rápidas, vértigo y contragolpe. Para los críticos, otro barraquero. Para los que tienen una mirada más limpia, un tipo inteligente, porque potenció las virtudes del grupo y escondió sus defectos. El primer año, recibió un equipo moribundo y lo transformó en uno competitivo. El segundo, buscó ajustar ese equipo competitivo y lo convirtió en un equipo campeón. No ha sido fácil. Precisamente por eso, las palabras de sus jugadores, exultantes, destilaban felicidad y una profunda carga emocional. Las lágrimas de Parejo, la identidad de Gayá, la reinvidicación de Gameiro, el compromiso de Coquelin, o el orgullo de Jaume Domenech eran ejemplos vitales de un grupo que decidió unirse en la adversidad, que sufrió por la presión de una temporada tan exigente como larga, que ignoró el ruido insoportable de las críticas, que creyó hasta el final en sus posibilidades y que hizo posible lo que muchos les decían que era imposible.

Nunca fue fácil para este grupo. Tampoco para Marcelino, que recordó a su padre en el momento más emotivo de una noche mágica que lloró, con lágrimas de felicidad, todo el valencianismo, desde los que creyeron siempre hasta los que tuvieron la tentación de dejar de hacerlo. Nunca fue fácil para el Valencia, pero el éxito sabe mejor cuando todo te cuesta el doble. Anoche, generaciones de valencianistas, porque ese sentimiento se hereda de padres a hijos, corearon el nombre de Marcelino y sus futbolistas. Hubo pasión, orgullo y pertenencia. Las señas de identidad de una afición que llevaba demasiado tiempo sufriendo y merecía, de una vez por todas, una satisfacción. Marcelino la hizo posible. Y en casa de los Bernal, mi buen amigo Jorge, de apenas 11 años, pudo festejar, junto a su señor padre, un título del Valencia CF. El primero de su vida. Amunt, Jorge.

Rubén Uría

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