“Nos han robado a cámara lenta. El fútbol huele mal. A los árbitros les costará dormir". Palabras de Javier Solís, director corporativo del Valencia, tras la derrota ante el Sevilla. Más razón que un santo. Hay cosas que huelen mal en el fútbol. Demasiadas. El problema es que, incluso dando por buenas las palabras de Solís, hay cosas que huelen peor en el Valencia CF. Por ejemplo, huele a podrido que el valencianismo tenga la sensación de que les han robado su club a cámara lenta. Huele mal que esa afición se sienta condenada por una gestión caprichosa, negligente y lamentable de quienes ahora denuncian que el fútbol huele mal. Y huele peor que los que dormían en ‘Pikolín’ mientras el Valencia se desangraba, sean los mismos que ahora huelen, a kilómetros, hedores ajenos. Algunos se preguntan a qué huelen las nubes, pero si se trata de oler al Valencia, conviene ponerse una pinza en la nariz, porque el olor es insoportable. El Valencia de ‘Meriton’ apesta a mediocridad. A club histórico convertido en SAD histérica. Apesta a pies de satrapía. A gases fétidos de gestión patética, A halitosis de una legión de mariachis mediáticos cómplices de Meriton. Huele que apesta. A Segunda.
Peter Lim, susto o muerte, recibido al estilo de ‘Bienvenido Mister Marshall” y repudiado hoy por cualquier valencianista de bien, no huele a rosas. Ha robado, a cámara lenta, todas las ilusiones de Mestalla. Y entre entrenador y entrenador despedido, entre disparate y disparate, entre venta y venta, duerme a pierna suelta. Como un lirón. El fútbol español huele mal. La gestión de ‘Meriton’ huele peor. A chapapote. El club, desangrado por guerras intestinas y reinos de Taifas, huele a tragedia. Los ejecutivos, autores intelectuales de una plantilla desequilibrada que no se reforzó aunque el campo lo pedía a gritos, huelen a perfume de incompetencia. El entrenador, se llame como se llame, novato o veterano, sea cuerda Mendes o parapeto de la propiedad, huele a impotencia y frustración. Y el equipo, que cada año es peor, que dentro del campo intenta casi todo sin salirle casi nada, y que fuera del campo repite mensajes vacíos, huele peor que un cadáver de veinte días.
Para todo lo demás, está el aficionado. El que saca el pase. El que está siendo testigo de cómo su Valencia no se muere, sino que lo están matando. El hincha huele a miedo. Intuye que el enfermo está comatoso, intubado y en fase terminal. El valencianista, que exige porque paga y pide porque siempre da, siente que su club está a punto de recibir la extrema unción. El fútbol español huele mal. El Valencia huele a Segunda. Se necesitan toneladas de ambientadores para que el tufo no se propague. Abrir ventanas. ‘Ambipur’ a saco. Y si se puede, recuperar las ilusiones que les han robado, a cámara lenta, unos propietarios que les están desintegrando, con la complicidad mediática de unos mariachis que le cantaban las mañanitas a ‘Meriton’, mientras Anil bostezaba y Peter roncaba. El Valencia huele a Segunda. Ojalá no. Dios quiera que se salve. Y que, pase lo que pase, el olor a mediocridad salga de una vez por todas de un club cuyo único patrimonio no está en venta. Que es justo lo único que huele bien ahí. Su gente. Esa afición sufre, pero huele a dignidad.
Rubén Uría
