En el fútbol, un solo disparo puede volver a un jugador inmortal, inolvidable, y elevarlo al rango de dios o de simple motivo de burla. Helmut Rahn, de Alemania, se convirtió en leyenda en el Mundial de 1954 con un tiro desde el borde del área. Su compatriota Mario Götze y Alcides Ghiggia, de Uruguay, también saben lo que es escribir historia con un remate. Roberto Baggio, en cambio, vivió la cara opuesta: un único disparo fallado en la final del Mundial de 1994 bastó para marcarlo para siempre.
Así como esos tiros definieron carreras, también moldearon la de Adriano Ribeiro Leite, de Brasil, tanto para bien como para mal. Por un lado, lo convirtieron en el “Emperador”, el heredero llamado a suceder a Ronaldo y a “escribir la historia del fútbol”, como alguna vez dijo el seleccionador brasileño Carlos Alberto Parreira. Con un pie izquierdo brutal, preciso y poderoso, podía marcar desde casi cualquier rincón del campo.
Pero también fueron disparos los que despertaron sus demonios: los que retumbaron en Vila Cruzeiro, barrio humilde de Río de Janeiro, y que tuvieron un impacto trágico en la vida y carrera del hoy retirado delantero de 43 años. Roberto Mancini, su técnico en el Inter de Milán entre 2004 y 2008, lo definió como la combinación perfecta de atacante: “la potencia de Gigi Riva, la agilidad de Marco van Basten y el egoísmo de Romário”.
Un delantero que lo tenía todo, pero que se ahogó en la depresión y el alcohol, y nunca alcanzó el potencial que parecía inevitable.






