Corría el minuto 93. Ese minuto mítico en el que el Real Madrid le ganó una Champions League al Atlético, ese en el que el conjunto merengue ha logrado históricamente tantas victorias sobre la bocina, pero ante el Leganés el tanto salvador no llegó. Tampoco hubo noticias de los arrebatos de furia, de los ataques desmedidos en una sinfonía descontrolada de ocasiones y magia.
El Santiago Bernabéu vivía con estupefacción cómo el pequeño tenía más garra que el gigante, y lo hacía sin ver a Cristiano Ronaldo, ni a Bale, ni a Kroos, ni a Marcelo. Ni siquiera estaban en el banquillo. No fueron invitados de forma negligente a una batalla que parecía asequible y se convirtió en tragedia griega.
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La afición respondió al final del partido con pitos, sí, pero no con la ira que se presupone a unos hinchas que ven cómo su equipo navega a la deriva en LaLiga y cae rendido en Copa del Rey, o con esa rabia con la que sí salió Isco del campo cuando se dio cuenta de que su entrenador lo quitaba de escena en el desenlace. En la grada no hubo una pañolada, la incredulidad le ganó la partida al enfado, no se pidieron dimisiones. Su música de viento fue calmada por el himno del equipo a todo volumen y el desalojo vertiginoso del Santiago Bernabéu fue una metáfora perfecta de la situación que se vive en la casa merengue.
A veces parece que el peso de los ocho títulos conquistados por Zidane es un patrimonio demasiado sagrado como para criticar el presente. Para levantar la voz y decir que esto no puede seguir así ni un segundo más. Para recordar esa exigencia que ha hecho al Real Madrid un club de leyenda, la que recuerda Florentino Pérez en cada discurso.
Ante el PSG, cuando el Real Madrid se juegue la vida en Champions League, no habrá más oportunidades. La hinchada no aceptará otra derrota. Será ganar o morir.
