Antoine Griezmann celebró su particular hat trick en San Siro. El francés llegaba a Milan, la ciudad de sus peores recuerdos y donde había fallado un penalti determinante en la final de la Champions League ante el Real Madrid que había sido el principio del fin. Y no fue titular. Sus cinco partidos previos como colchonero sin marcar, ni asistir, ni siquiera chutar a portería, habían sido argumentos suficientes para un Simeone que tuvo que resignarle a sentarle.
Su salida en la segunda mitad dio alas al equipo, no solo se asoció bien con sus compañeros, si no que logró un gol que valió por tres: Su disparo de volea que supuso el empate e hizo recuperar la fe, el poder acabar ganando en Milán y quitándose – en parte – la espinita de aquella final europea y acabar el partido pidiendo perdón, a su manera, a la afición, algo que marcará un punto de inflexión.
El Principito traía bien aprendido el discurso de lo que debía decir cuando marcara y lo plasmó de manera elogiable. Con su sinceridad tocó la fibra de todos los rojiblancos. Dio las gracias a los compañeros por integrarle y ayudarle a entender este nuevo Atleti, elevó a Simeone a los altares por forzar su regreso y darle confianza y lanzó un mensaje a los aficionados asegurando que “el objetivo es hacerles felices y traer cosas bonitas”.
El sábado ante el Barcelona, su exequipo, el Metropolitano dictará sentencia sobre si ha perdonado al que fuera su ídolo o todavía le queda un largo camino para la redención. En cualquier caso, Griezmann necesita a su Atlético y el Atlético a su Príncipe.